miércoles, 4 de febrero de 2015

Reseñas: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en The Barcelona Review

Nueva York después de muerto
Por Luis Martínez de Mingo
The Barcelona Review, nº 84

Yo estuve allí, en La Rioja, y la verdad es que, como suele ocurrir, dudé del resultado de la votación. Competía con dos grandes poetas, Eloy Sánchez Rosillo y Miguel D´Ors y, por cierto, no fui yo quien supo expresar las últimas razones que decantaron el premio: «Es un libro arriesgado y que aporta algo muy diferente a la trayectoria de Antonio Hernández», dijo alguien lúcidamente. 

He vuelto a leer Nueva York después de muerto de un tirón, como no se deben leer los libros de poesía, y puedo decir que ahora ya no dudo. Dentro de todas las referencias literarias que contiene el libro, hay una cita de Sören Kierkegaard: «No arriesgarse es perderse a uno mismo», que el poeta ha elegido aquí muy acertadamente. Antonio ha arriesgado y ha ganado. Excepto los poemas de la parte tercera en los que homenajea a Lorca, desde el romance a la soleá, todo el resto del poemario está escrito en versos imparisílabos, desde el heptasílabo al verso de 15 sílabas; desde esa montura, sobre ese corcel conversacional, nos va envolviendo, nos va inundando y cuando te das cuenta estás con el agua al cuello. No es para menos pues el que recita es Luis Rosales. Estamos en el Albaicín, suena profundo el Darro y las estrellas van altas. Antonio Hernández tiene voz propia, pero es obvio que el poeta ha escrito el libro poseído por la memoria del maestro. Por mucho que se entregue a recrear las turbulencias de Nueva York, sus plazas, la legión de inmigrantes, chinos, italianos, irlandeses, que lo han ido formando, los niños que lloran en pleno Central Park, siempre vuelve al dístico. «Y un belén en Granada / frente al que reza un niño temeroso». Ahí está Rosales, incluso, he de decirlo, en lo que menos me gusta de él: esos gerundios como alfombras de hall: «la luz extremauciándose», que Hernández no elude y que le llevan a neologismos incluso de verbos y adjetivos: «sietemesinamente», «casineando», «escarapateada», «nerviosean», etc. que sin duda son parte del homenaje.

Con buen criterio, Hernández no se ha propuesto remedar al Lorca de Poeta en Nueva York. Hay imágenes a lo largo del libro que nos puede llevar al surrealismo pero, aunque Lorca emana de la entraña del libro, el homenaje se concentra en los 14, 15 poemas aludidos; pero, claro, por esos buenos poemas no habría ganado su segundo Premio de la Crítica. Sin duda puede más esa especie de novela torrencial, intermitente, llena de fuerza y cargada de ideas e imágenes, que tiene sus estribillos y vuelve, recurrente, a sus obsesiones originales: el vivo retrato de Rosales, la muerte de Federico, las referencias literarias que emanan de Nueva York. El libro está escrito por un poeta rico, cargado de buenas lecturas y sabias frases, lo que le lleva a veces casi a la metaliteratura. Las alusiones a Poe —sus últimos días, sobre todo—, a M. Twain, a Melville, a la beat generation, y a tantos y tantos autores norteamericanos, son tanto más ricas cuanto más se los conozca, lo que puede descentrar al lector ingenuo. Por último, he de decir que hay una alusión a un verso de J. R. J., «la facilidad, mala novia», que da la impresión de que Antonio Hernández la ha tenido muy presente, sobre todo para evitar caer en ella, y bien seguro que lo ha conseguido. El libro no pierde en intensidad; está poblado de historias muy bien concatenadas, y sobre ese corcel del verso libre en imparisílabos, te lleva al trote, aunque a veces apetezca volver sobre los pasos para recrearse con tal o cual hallazgo. No me arrepiento, insisto.

Fuente de la noticia: The Barcelona Review


 

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