lunes, 23 de febrero de 2015

Noticias: Ángel Antonio Herrera en 'La estación azul', RNE

El piano del pirómano, de Ángel Antonio Herrera
Ignacio Elguero y Cristina Hermoso de Mendoza
La estación azul, RNE, 22/02/2015


Ignacio Elguero y Cristina Hermoso de Mendoza conversaron con Ángel Antonio Herrero sobre su reciente poemario El piano del pirómano. Podéis escucharlo a partir del minuto 9 del programa.



Reseñas: El piano del pirómano, de Ángel Antonio Herrera, en ABC Cultural

Ángel Antonio Herrera ante el abismo
Por Diego Doncel
ABC Cultural, 21/02/2015

Viaje interior, vitalismo y tragedia: tal vez la obra más emocionante de Ángel Antonio Herrea.

De dolor y despedidas se alimentan los versos de Ángel Antonio Herrera. También de vértigo y cenizas.

La poesía no es una referencia a la vida sino una emanación de la vida. O, como decía Pessoa, en el verdadero poema hay metáforas que son más reales que la gente que camina por la calle.

Lenguaje metafórico capaz de crear su propia realidad, "barbarie de la escritura", una geografía del dolor, eso es lo que nos vamos a encontrar en El piano del pirómano, sexto libro de poemas de Ángel Antonio Herrera y tal vez el más emocionante de los suyos, el más trágico. Un libro sobre los excesos, los límites y las pérdidas, pero de igual manera sobre la búsqueda de la belleza, sobre el paso del tiempo, sobre los paraísos todavía posibles.

Escrito en prosa, o con un aliento versicular que contamina la prosa. El piano... es un solo poema dividido en veintinueve secciones. Como suele suceder en algunos momentos de la poesía surrealista francesa, el poema en prosa es el idóneo para desarrollar una imaginería desbordante, dramática o, como él escribe, "contraria a la mansedumbre".

La mitad de agosto

Poesía de carácter surreal, pero con una fuerte ascendencia romántica y alucinatoria, viene a expresar muy acertadamente un tiempo personal asediado por el dolor, la muerte o el deseo de seguir apurando el placer de las noches como único remedio contra la amenaza de la soledad y el desamparo.

"Sé que ya se le apagó a mi vida la mitad de agosto [...] pero aún le adivino el soplo del paraíso", nos dice. Y a partir de aquí empieza esta aventura de nombrar el desasosiego del presente, esta colección de cenizas que el fuego del tiempo va dejando. Quizá algunos de los momentos más emocionantes sean los que se refieren a las ausencias y la memoria.

En El piano... nos encontramos, en efecto, todo un memorial de ausencias: mujeres que se fueron, lugares vacíos, noches a la intemperie. Pero sobre ellas las referencias familiares se convierten en símbolos del más extremo abandono, de la pérdida mayor: "Pulso la pureza de la mácula de aquel septiembre cuando se acabó una madre que fue la mía". O: "Despido en el amor a un último remedio, saludo en el olvido a un padre".

Conciencia herida

Vivir es perder, y es en esa dimensión donde el libro alcanza una altura de vuelo que deja al lector delante de esa conciencia herida, como la denominó Lorca. Porque Herrera, como sucedió en su anterior poemario, Los motivos del salvaje, se acerca a ella con esa honestidad, con esa valentía y con esa lucidez capaces de hacer una geografía de los excesos, de las desposesiones y las pérdidas.

"A esto vine, a hacer íntima militancia del límite", escribe. Límites, furias, una poesía que no se detiene ante los abismos de la existencia, antes los excesos de la vida, sino que los hace suyos. Poesía del vértigo, y también poesía que busca en la belleza, en el último atisbo de la belleza, una marca para la redención, para la resistencia.

Libro, por tanto, de un vitalista, de alguien que confía en el exceso de lo que aún ama. Y ante el que cabe preguntarse si no es, en este sentido, un libro sobre el amor, sobre la confianza más allá de las ruinas del presente, más allá de la errancia en la que se continúa buscando la noche y sus perfumes.

Viaje anterior, vitalismo y tragedia, imaginación brillante y continua perturbación hace El piano del pirómano un libro donde Ángel Antonio Herrera se reivindica a sí mismo en su singularidad dentro de nuestra poesía.

viernes, 20 de febrero de 2015

Reseñas:No-Haiku, de José María Millares Sall, en el blog de Santos Domínguez

No-Haiku, José María Millares Sall
Por Santos Domínguez
Encuentros de lecturas, 18/02/2015

Recuperada desde la reedición en 2008 de Liverpool, la voz de José María Millares Sall (1921-2009) es una de las más potentes en el panorama poético de la literatura española de las últimas décadas.

Desde sus Cuadernos hasta el póstumo Krak, pasando por la espléndida antología Esa luz que nos quema de Selena Millares, la atención editorial sobre su obra ha sido constante y se concreta ahora en No-Haiku, una amplia muestra de haikus que publica Calambur con selección y prólogo de Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán.

Aparecen aquí, entre decenas de textos, poemas que contienen revelaciones como estas:

Pisa la huella
donde ahonda la tarde
su piel oscura.


O estas otras:

Pez. Filo de agua.
La navaja en el brillo
del ojo. Salta.



La de Millares es siempre una poesía movida por la ambición visionaria y por la potencia imaginativa. Y en estos haikus, que son un territorio abonado para la imagen, la percepción y la sugerencia, brilla especialmente la mirada que oscila entre lo exterior y lo interior para escribir una poesía que indaga en la realidad y en la memoria entre el juego y el fuego.

Palabra y luz, memoria y piedra, infancia de playas y azoteas, escaleras y alas, pájaros y celdas en una mirada que recuerda, se dirige hacia el interior o hacia el exterior, se eleva en el aire o excava en la sombra y plantea un diálogo constante entre la intimidad y un mundo laberíntico de túneles y pasillos.

La poesía sonámbula y visionaria de José María Millares busca la luz detrás de la piedra, es palabra vertical en vuelo frente al tiempo, la destrucción y el olvido. Es la verticalidad del ascenso espacial o del descenso de las excavaciones, en una poesía en la que luchan la luz y la sombra, entre la celebración y el desgarro, con un lenguaje que es sonido y sugerencia, respiración sutil de la palabra.

Con la contención y la depuración que exige la estructura del poema breve, habitan estos versos los temas habituales en la poesía de Millares Sall: la luz y el tiempo, la búsqueda y el recuerdo, una memoria del espacio más que del tiempo y el chispazo que ilumina la realidad:

Quieto. En el ojo.
En su espejo. El vacío.
Eso que somos.

Una poesía atravesada por la constante libertad creativa que destacan Juan Carlos Mestre y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán en su prólogo:

"Millares solo sostenido en la querencia por la esperanza de su propio sueño, silenciado en su invocación por las detonaciones del esperpento franquista y las frondosas esquirlas de su cumplida criminalidad, ejerció su razón de ser en las palabras ensanchando el ámbito de sus sentidos, la libertad como única conducta de su praxis, la desobediencia como transformación inteligente del hábito ante la esclerosis de la rutina. Y de ese asco al miedo, de esa entereza ante la borradura, nace la insumisión de su lenguaje, la bella dinamita de la percepción musical del mundo."
Como aquí:

Pájaro es tiempo.
La jaula está colgada
de su silencio.

O aquí:

Oculta el vidrio.
Líquido. El ojo espejo.
Trazos. Los signos.


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Lee la reseña en el blog Encuentros de lecturas.
 

jueves, 19 de febrero de 2015

Reseñas: Trazar la salvaguarda, de José Luis Puerto, en la revista Libros & Letras

Trazar la salvaguarda, José Luis Puerto
Libros y Letras, revista cultural de Colombia y América Latina, 06/09/2014

El último poemario de José Luis Puerto refleja la madurez de un poeta que siempre ha sabido colocar su estética al servicio de lo esencial, a disposición de las experiencias constituyentes del ser humano. Trazar la salvaguarda es sobre todo un libro unitario, a pesar de su estructuración en cuatro partes: “Hilos de tiempo”, “Nueve huellas de marzo”, “Cinco motivos clásicos” y “Dextro: la salvaguarda”, puesto que bajo esta división —claramente no arbitraria— se explicita una misma manera de contemplar el mundo y de expresarlo, mediante el ritmo primordial de lo que late y está profundamente vivo. Ya desde el título se apunta a la guarida, al refugio, a la salvaguarda: ese espacio de salvación en los juegos infantiles, a pesar de las heridas que se van acumulando con el paso del tiempo. Y ese hogar recuperado en el que uno se refugia tiene mucho que ver con la unida, con la comunión de todo lo que vive. Por ello, quizá, la belleza no pueda ser separada del canto a la dignidad de los excluidos por la historia, "ese rumor que purifica, / el de los más humildes", los expulsados que aparecen retratados en los objetos y en los paisajes que han sido habitados por ellos. “Proclama tu silencio / La melodía de la dignidad. / Se oyen las voces de los derrotados. / Sus herederos hablan. / Los fusilados del amanecer. / Cunetas y cunetas / Al olvido entregadas / Por la barbarie de los vencedores”, escribe José Luis Puerto, dejando entrar en el verso la honestidad de quien no se limita a nombrar la belleza del universo, sino que, sin perder un ápice de estética y musicalidad, se hace cómplice y hermano del mundo en el que vive. De ahí que todos esos lugares, reales o simbólicos, se conviertan, por la naturaleza de su verdad, en mediadores de la protección, en enviados, en señales ajenas al poder y a sus profanaciones.

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Lee la reseña en Libros & Letras

miércoles, 18 de febrero de 2015

Noticias: entrevista a Ángel Antonio Herrera en ABC por "El piano del pirómano"

Ángel Antonio Herrera: «Soy un yonqui de la poesía»
Por Manuel de la Fuente
ABC, 07/02/2015


El poeta y periodista acaba de publicar un poemario combustible, El piano del pirómano, Premio Barcarola


No conozco personalmente a Ángel Antonio Herrera. Todo se andará, pero de momento, casi mejor. Porque es un poeta que echa chispas. Y asegura que vestido de civil (casi siempre de oscuro, aunque algunos cronicones cuentan que en la Martinica, si está vestido, lo hace con camisas hawaïanas), sin los trastos líricos en la mano, sus interlocutores, sobre todo los cortos de ánimo y donosura, se chamuscan. De incendios y arrebatos nos pone al día en su fantástico nuevo libro, El piano del pirómano (Ed. Calambur; Premio de Poesía Barcarola). Preparen su traje ignífiguo, y a incinerarse con este sorprendente vate.
 

¿El piano del pirómano es un libro de poesía o es un episodio de autocombustión?
 

Podría ser las dos cosas. Y es un viaje en medio de la noche a la luz del fondo, siguiendo aquello de Rimbaud, ese forajido hermano: «El poeta es un ladrón de fuego». Se lo digo a usted sin tanto adorno: me gusta birlar ahí donde quizá te quemas.  

Estos versos echan chispas. ¿Se duchaba con agua fría después de cada estrofa?
 

Después de cada estrofa no, pero sí después de cada sesión de escritura, que a menudo era de ocho o incluso diez horas, que es lo máximo que yo aguanto en el atletismo de la escritura. Y lo de atletismo tampoco lo empleo de manera alegre, porque creo mucho en la escritura como acto físico, como sentada de paliza, algo así como ponerse a nadar, o a boxear.De modo que de un poema salgo sin resuello, desencuadernado, y de un poemario ya ni le cuento, casi cadáver. Escribir también es perder peso. La imaginación, o la memoria, son el footing de los que nunca hacemos footing. Ni haremos.
 

¿Qué pinta el piano en este incendio?
 

Me gustaba la estampa de un piano, ahí enmedio, con toda la música dentro, mientras todo arde, incluido el pianista, por momentos.
 

Parece que estaba usted en trance al escribirlo. Fue algo natural o medió alguna especia?
 

Lo natural que puede llegar a ser el encerrarse a solas con la bestia encendida del lenguaje, a ver qué nos averigua de nosotros mismos, cuando la vida se pone entre jodida y muy jodida. No sólo usted ha visto algo, o mucho, o bastante, de estupefaciente en el libro, y no me desgrada el adjetivo. Al contrario. Pero aquí no hay más droga que el daño, y yo sólo escribo versos muy fumado de vértigo.
 

¿En su vida privada también echa usted chispas?
 

Naturalmente. Yo cuido mucho a mi salvaje.
 

Para las quemaduras poéticas, lo mejor siempre ha sido vinagre de endecasílabos o betadine de sonetos. Usted ha preferido usar ungüentos de prosa poética.
 

El poema en prosa, sí. El poema como una imaginación de imanes, que es lo que a mí me gusta. Yo quería para este libro de excesos un molde de desmesura, o sea, ningún molde. Para que el lenguaje trabajara libérrimo, barroco hacia dentro y viajara lejos. Se trataba de escribir a lo ancho, con todo el desacato al galope musical, y pegando aquí y allá un susto de metáfora. A mí el susto de la metáfora siempre me pareció una delicia.
 

¿Que su libro eche humo significa que escribir le deja a usted quemado?
 

Pues no. Estoy como empecé, bajo el desorden de mi espíritu, que ya advierto que de pronto va, entra en despiste, y se pone a componer lírica de nuevo.
 

Supongo que con tanto combustible sobre el folio no se atrevería a encender un cigarro.
 

Lo que pasa es que a menudo el cigarro ni lo apagaba. Muy a menudo no sé si fumo para escribir o escribo para fumar.
 

Ya puestos, ¿le habría gustado descubrir el fuego, o incendiar el Olimmpo o chamuscar a las musas?
 

Lo de chamuscar a alguna musa me emociona especialmente. Decía Huidobro, un poeta hoy desatendido, como tantos de relámpago verbal, que «los verdaderos poemas son incendios». Y atina. Está la vida que arde, y luego la jubilación.
 

¿Qué poetas le han encendido o incendiado a lo largo de su vida? 

Los muchos que nutren «a raza de los acusados», según la acuñación de Cocteau. Los feroces, los que escogen la dirección prohibida, los que ven en el idioma una rebeldía. De todos modos, yo consumo versos bajo un perfecto desmadre. Creo que ya se lo dije a usted en otra ocasión: «Ante todo, soy un yonqui de la poesía».
Cuando lea esto en público le van a tener que poner al lado una bombona de oxígeno. Se va a asfixiar.
No, amigo. La asfixia o ciertas asfixias, ya las pasé. Aunque aquí convido a un abrazo de dinamita.

Pasemos al piano. ¿Es el de Sam de «Casablanca» o el de Arthur Rubinstein?
 

Mi piano es el de los desesperados. Eso sí, con corista al lado, si no es mucho pedir.
 

El caso es que este libro parece escrito a cuatro manos.
 

Porque dentro lleva un hombre. Y un hombre es una asamblea.
 

¿Con «El piano del pirómano» se ha dejado usted los dedos sobre el teclado?
 

Todo está dicho, todo está por decir. Disculpe el tópico, pero es verdad mayor. Todo libro es el borrador del siguiente, si es que algún día hay siguiente.
 

¿Qué hace un poeta arrebatado en los programas del corazón, ponerse taquicárdico?
 

Hace ya tiempo que los programas del corazón no los frecuento. Pero en su momento me ayudaron a invitar a mis amigos canallas a viajes de ricos. O a sacarles de algún desahucio, domiciliar o sentimental. Según lo mires, el dinero es poesía.
 

¿Aparte de pirómano y pianista, hace algo de provecho?
 

A veces logro perder la mañana, en Madrid, viendo pasar valquirias desde un café de la Gran Vía.
 

Dígame la verdad ¿cuántas veces tuvo que llamar al 112 mientras escribía?
 

La verdad le digo. Por no llamar al 112 me puse a escribir este libro.


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Lee la entrevista en ABC








Reseñas: Trazar la salvaguarda, de José Luis Puerto, en Lectura y signo

Las voces desterradas como refugio: Trazar la salvaguarda
Por Asunción Escribano (Universidad Pontificia de Salamanca)
Lectura y signo,  9 (2014), pp. 139-14


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Trazar la salvaguarda, el último poemario de José Luis Puerto, es un libro hermoso. Pero no con la belleza fácil de quien se complace cómodo en el mundo, sino con la hermosura que surge de quien, a pesar de percibir las heridas que van dejando los que ejercen el poder sobre las cosas que rozan, es capaz de transformar estas en señales de lo vivo y verdadero. A pesar de su organización interior en cuatro partes: «Hilos de tiempo», «Nueve huellas de marzo», «Cinco motivos clásicos» y «Dextro: la salvaguarda», Trazar la salvaguarda es un poemario estructurado unitariamente y, sobre todo, es una obra que responde a una misma mirada, la que convierte en objeto de su interés los rincones más desapercibidos, pero que permiten al hombre que recala en ellos el aprendizaje de la salvación personal.
Precisamente es en esta última parte, «Dextro», donde el escritor relata cómo buscaba palabras con «x» para la elaboración de un diccionario, y que fue en el ideológico de Casares donde «me encontré con el término dextro: espacio de terreno alrededor de una iglesia, dentro del cual se gozaba de derecho de asilo».El diccionario apuntaba, por tanto, a un terreno de protección y de salvaguarda, lugar común a todos los libros de Puerto, y centro temático de Trazar la salvaguarda. El libro de Puerto construye, por tanto, desde el título su apuesta poética original. La obra supone de este modo la búsqueda simbólica de un refugio donde protegerse. Como sucedía cuando éramos niños y jugábamos a quién se la quedaba en el pilla-pilla o en el escondite inglés, y siempre estaba como última guarida la «casa». Allí nadie nos rozaba con su daño. Después, con el paso de los años, ya de adultos, ni la casa nos protege. Pero todos volvemos una y otra vez a buscar ese espacio íntimo de la memoria para refugiarnos del daño y su miedo, y ese es el nudo en el que sea tan todos los poemas en el libro.



De este modo, Puerto da nombre consciente–como en realidad lo ha hecho siempre en todos sus libros- a esos espacios en los que se siente a salvo, rastreados y sugeridos anteriormente en sus poemarios en términos como «señales»,«estelas», «sílabas del mundo» o «moradas»…, aunque ese rastreo en esta obrase ha realizado más honda y conscientemente. Y esos amparos logrados siempre están vinculados al corazón, como bien se señala desde el inicio en las citas de Hölderlin y de Chagall, donde se habla de dar «nombre a lo que se ama» y de que «sólo es mío el país que se encuentra en mi alma». Comparten ambas menciones la alusión a esa doble naturaleza de ciertas cosas de estar fuera del hombre, pero también de haber pasado a formar parte de esa estructura interior que sostiene, como ocurre con los pilares de los edificios, la propia vida.



Los objetos se revelan ante el poeta. Esa es la esencia verdadera de la poesía: comunión. Todo dialoga con quien es capaz de mirarlo todo con temblor. El primer poema es, de esta manera, especialmente significativo y fulgurante. El poeta conversa con el mundo y este le habla de su naturaleza esencial. Pero de todos los mensajes elige dos o tres con los que construye el abanico de sus certezas y de su identidad. Somos aquél diálogo que hemos elegido como guía cierta de nuestra existencia. Lo escuchamos en palabras de Puerto en el poema inicial, titulado «Bayas»: «Dice:/ En el pequeño arbusto/ tan cargado de bayas,/ en el atardecer,/ los jilgueros en una algarabía/ gozosa picotean/ los frutos de un festín/ destinado a los cielos.// Las bayas de esa voz/ son lasque me alimentan».



De esta manera, Puerto escoge para hablar de sí mismo y de su poesía –él mismo sobre el papel- el centro de su fe: las bayas de una voz (la del mundo, la de la vida…) que le ofrecen, como si de un jilguero se tratara, sus frutos en el atardecer (¿simbólico, real?), un festín que está destinado a los cielos, pero que hasta los seres más pequeños, los pájaros, pueden disfrutar. Pero, ante todo, lo relevante en este poema no es quién habla, el sujeto sino lo que se dice, el objeto. Y ese contenido del decir es en el que instala el poeta su vida. Las bayas con las que alimenta su trinar son los poemas que constituyen el poemario. Los espacios físicos o mentales que hablan de lo esencial.



Entre ellos, y en primer lugar, la belleza de los excluidos. Una estética que tiene más que ver con la dignidad que con la ornamentación, y que deja su huella por todas partes. Pero, al tiempo, es una belleza que exige sobre todo del hombre un equilibrio en su contemplación suficiente como para poder recalar serenamente en ella. Está en objetos tan diversos como los edificios que han superado la prueba del tiempo, pero donde quedan los rastros de los expulsados. El tiempo aparece así como justo señor, y en las piedras –lo más duro- aparecen talladas las señales de lo más frágil, como ocurre en el abrazo en la ermita de Calatañazor: «Dos cuerpos enlazados/ frente a toda intemperie,/ frente al daño que causan/ la avaricia del tiempo,/ la crueldad de los otros», huella que ha conseguido superar los límites humanos; o en la Seo de Zaragoza, donde perdura la estela de «la belleza que dejaron/quienes serían expulsados de/ los espacios del reino./ Y permanece aquí/ con todo su fulgor,/ sobre pasando el tiempo/y hablando de un lugar/ que hoy ya es posible que habitemos todos,/ pues el mundo es morada/ más allá de exclusiones y de dogmas». De igual manera, también los espacios ofrecen a la mirada compasiva del autor una evidente muestra de la exclusión, por lo que le hacen afirmar con tristeza que «Este día proclama el abandono/ de la tierra que piso, que transito/tierras achicharradas/ amarillos del todo calcinados/ pueblos dejados de la mano de/ un Dios vuelto de espaldas».



En segundo lugar están los mediadores de la protección, los rechazados, quienes, por poseer la cualidad de lo vivo, gozan también capacidad de protección, como conciliadores, como enviados, a modo de ángeles (en el sentido etimológico del término). Son lugares sagrados, espacios naturales que hablan al hombre de la Verdad, con mayúsculas. Son ámbitos bienhechores y cifra de lo ajeno al poder económico y a sus profanaciones. Espacios con alma a quienes se les encomienda el cuidado de lo que se ama. De esta manera, al Ara votiva de La Albercale demanda el poeta la defensa de su propio espacio intocado: «Tú, diosa desplazada,/ Ilúrbeda, patrona/ del lugar, de los bosques,/ protege lo sagrado/ que pervive en mi espacio del origen/ y líbralo de tantas/ profanaciones a que es sometido./ Secreta diosa de un oeste pobre,/ te ofrezco hoy, por todo lo que pido,/ el ara más leal de mis palabras». Otros elementos también se tornan en intercesores, por ejemplo una piña de cedro que, además de hablar de su pertenencia al mundo antiguo, «la necesita el corazón» como hilo de su telar, para lograr la tela más limpia del alma. O un puñado de tierra, que loes todo, aunque pase desapercibida, por ser la base del hogar, el cuenco para las semillas, o el amparo futuro para el cuerpo,«don que al misterio me liga»…



Por el poemario transitan, de este modo, lugares, personas y experiencias salvadoras a las que se les pide ayuda y que, aunque pasen inadvertidas, nos sostienen y por ello les debemos gratitud:«Otoño/ te pido protección/ esta mañana clara de diciembre,/ envuélveme en la luz/ y hazme arder en tus oros».



Con frecuencia son elementos pequeños o frágiles, que recuerdan al hombre su naturaleza fundamental, por ejemplo, las alas de la mariposa que «es la belleza humilde/ que me regala el día», y que es signo y posibilidad de un vuelo vital más alto. Son las grafías pequeñas que hablan de otras huellas más grandes y poderosas, y a las que el poeta saber mirar de manera desacostumbrada, traduciéndolas al idioma de los afectos. Muchos de estos signos se vinculan a la infancia como refugio y el escritor las muestra como paradigma delos códigos salvadores de entonces: «Qué llevas en tu vientre,/ pequeño pez de plata» (…),«Dame tu protección, / dime cuál es la frase/ sagrada que contienen tus adentros» (…), «Transpórtame hasta el centro de mi origen»… Son los espacios tocados por la gracia, los ámbitos del corazón, portadores de mensajes de amparo: «Pétalos delicados/ que creáis un espacio circular/ defendido de todos los peligros». Ejemplos de lo pequeño desapercibido, solo descubierto cuando nos visita su fulgor, como ocurre en el poema titulado «Candelina», en el que lo que asciende lo hace por la ligereza de su ser:«Pequeño insecto moteado/ que haces delo minúsculo el emblema/ Más hermoso y más libre».



Entre esos ámbitos redentores, llama la atención por su intensa presencia emocional el mundo de lo femenino, lugar de sanación de todas las heridas. Son los diferentes rostros de la mujer los que preservan la vida del escritor: la madre, la esposa, la hija…, el hogar por excelencia, espacio de plenitud, morada y amparo: «Extiendo bien mi mano,/ la coloco en tu vientre/ como esfera lograda de mi mundo,/ lugar de las semillas,/ calidez protectora,/ espacio femenino que nos salva»… Y junto al salvador espacio femenino, también sostienen la vida propia la experiencia redentora de los más ancianos, que portan la mirada llena del amor y la dignidad de quien va por delante en lo vivido, y cuyo vocablo transporta la claridad con su melodía antigua, «La voz de los ancianos/ la de la potestad/ la que conoce el mundo y lo pronuncia/ la voz de la advertencia y el aviso/ también la dela súplica/ la de la profecía». En la poesía de José Luis Puerto, toda la vida posee un temblor sagrado y todos los objetos naturales tienen esa capacidad de ser intercesores de la bondad.



El tercer ámbito temático es la palabra y su supuesto rostro antagónico, representado por el silencio, cuya cadencia recóndita es reivindicada por el escritor. Puerto considera así que las voces de la derrota se hacen escuchar siempre y, aunque su momento se dilate, su presencia se acaba imponiendo, a pesar de la presión de los poderosos por acallarlas. «Proclama tu silencio/ la melodía de la dignidad./Se oyen las voces de los derrotados,/sus herederos hablan,/ los fusilados del amanecer./ Cunetas y cunetas/ al olvido entregadas/ por la barbarie de los vencedores./ Hay que desenterrar/ la melodía hermosa/ de los asesinados/ que callen las descargas,/ que ofrezca la lengua/ reconciliada y fraternal de todos./ Habla tú melodía/ por tanto tiempo sepultada,/ la del honrado pueblo soberano».



Con el único lenguaje posible, el dela paradoja, ensayado de manera vigorosa desde antiguo en nuestro idioma por poetas y místicos, José Luis Puerto se refiere ala doble identidad de las palabras. Esa doble naturaleza de los vocablos cuando son íntimos que obliga a que para nombrar con contundencia se tenga necesariamente que rozar los territorios del mutismo(«Calla/ y di desde el silencio»; «Pájaro y hombre,/ canto y silencio,/ todo proclama/ la hermosa melodía/ que a todos nos abraza»). Términos que, por otro lado, cuanto más auténticos son, más se imprimen en el alma de quien los pronuncia.



La palabra es, por tanto, un don sagrado y presenta las cualidades que la hacen poseer esta peculiaridad. La palabra puede mostrar todos los gestos posibles de la redención: callada, cantada, rezada, entregada, esperada, buscada, anhelada, ofrecida, sentida… Es «melodía que nos salva» y que nos lleva hasta la plenitud en su afán cabalístico: «¿Y cuáles son las sílabas/ que den con el prodigio que esperamos?», escribe en esta dirección Puerto. Se busca y halla, por otro lado, en el vértice entre lo que percibimos y lo que hay.



Frente a la palabra del poder, vacía,«el gastar palabras para poco», en la que se violenta su sentido sacral, el poema se sitúa en el cruce íntimo entre el mirar y el ser, «el silencio secreto del que calla /el vuelo de los pájaros». De ahí que en la línea de J. R. Jiménez que pedía a la inteligencia su exactitud, Puerto pide al alma que abrace en ella los senderos del corazón: «Canta/ pronuncia la palabra/exacta y clara/ de la mañana/ acaricia las cosas/ abrázalas». La caricia, por tanto, frente al pensamiento. La apuesta por la sensibilidad en lugar de la razón… Por ello, esta actitud respetuosa, casi sacral, frente al nombrar exige unas dosis intensas de sosiego y lentitud al nombrar para permitir el paladeo nominal que hace degustar al vida, como un mantra en el que el escritor consigue «calmar la sed/ y apaciguarnos». Es esta una forma de humildad escogida de quien decide permanecer fuera de los focos, y con ello conseguir hallar las «señales de lo que está escondido».



Finalmente, el cuarto ámbito está constituido por todos aquellos poemas que apuntan a la identidad del hombre verdadero, el hombre que lleva su dignidad como un faro que ilumina. Aquí se encuadrarían una serie de poemas estructurados de manera original en torno a un único componente oracional, que se reitera en variantes anafóricas, con la intención de focalizar y resaltar su importancia: «El que camina con su dignidad/el que va por la calle a cuerpo limpio/ el sobrio, el que se entrega/ el que no pide nada y va en silencio»… Como se puede comprobar, en estos poemas el escritor decide prescindir del verbo principal, puesto que lo que le interesa es el resalte, la función deíctica, señaladora -tan bien manejada por los niños en sus primeros años- manifestada también en la sintaxis, e incidir en la relevancia de esa forma de ser, convertida a través de estos textos en paradigma de autenticidad: «El amigo del sueño,/ el amigo de las constelaciones,/el buscador nocturno de luciérnagas,/ el amigo del vuelo de los pájaros,/ del canto de los pájaros,/ el que contempla desde abajo el mundo/ (…) Ese».



Se construye, de este modo, a través de la reiteración acumulativa de propiedades al hombre auténtico, el digno de ser imitado por los demás. Por ello no extraña que Puerto recomiende a sus lectores «estate bien cerca/ De todo lo que importa»,puesto que lo verdadero se encuentra ya en el propio proceso del buscar y en sus señales lingüísticas. Entre estas, y de manera significativa, el imperativo adquiere en los poemas las propiedades de la advertencia, de la invitación suave pero contundente, a la que apunta con su certeza de verdad. Por ello podemos escuchar en palabras del escritor las siguientes sugerencias convincentes: «Ama las lejanías», «busca, busca»… Además de la sintaxis quebrada y del uso emocional del imperativo, toda la semántica de la entrega se pone al servicio de la construcción de la identidad humana genuina. El Hombre, con mayúsculas, aparece así descrito en sintagmas como los siguientes: «disuelto en lo pequeño», «buscaba hallar plenitud», «se perdía por lo más recóndito»,«se desvivía, amaba»…



Es la poesía de José Luis Puerto, en definitiva, una poesía muy auténtica, al tiempo que enormemente esperanzada. Una poesía que, a pesar de su permanente registro de la injusticia, muestra los numerosos elementos con los que nos podemos salvar. Así lo manifiesta el escritor en el poema titulado «nos queda», donde indica que «nos queda el alma», el «vaso de cristal», el «amanecer», los «árboles», las«sílabas limpias», las «palabras intactas»,los «otros», la «mujer», el «viento», y todo ello dirigido a «que no fracase/ la melodía hermosa/ de la fraternidad». Es por ello un poemario que abre las ventanas dela vida y enseña a mirar y a sentir la belleza que nos rodea. No es fruto de una impostura intelectual, sino que anima al cambio vital necesario tras acercarse a un poemario. Consigue, de este modo, lo que a mi entender debería lograr cualquier libro, especialmente si este es de poesía, no dejar intacto al lector y que esté salga transformado de su lectura. Y, sin duda, tras leer Trazar la salvaguarda de José Luis Puerto uno vuelve de este viaje intelectual y vital siendo otro, tras haber tenido el privilegio de escuchar «ese rumor que purifica,/ el de los más humildes».


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Fuente de la reseña academia.edu.







Reseñas: Pobreza, de Víktor Gómez, en la revista Paraíso

Pobreza, Víktor Gómez
Por Rafael Saravia
Paraíso, revista de poesía, nº 10, 2014


Este es un libro difícil. No sólo por lo complejo del vocablo sino por ser un libro que incom oda al «yo» en su búsqueda intrínseca.

Víktor nos ofrece en Pobreza un marco de textos que surgen de una dilatada y perspicaz conciencia lingüística y cívica, textos sin definición que hacen de la ausencia de lo gramatical una competencia mordaz a una lectura alegre y desenfadada.


Pobreza, de Víktor Gómez (Madrid, 1967), publicado en la editorial Calambur, es un libro que no huye del daño. Un libro que implica y reclama la complicidad del lector para poder hacer alarde del discurso poético por antonomasia: la trascendencia del lenguaje como ente de comprensión superior.
 

Víktor viene desarrollando un discurso formal en torno a lo fragmentario y la heterodoxia desde libros anteriores. Poeta tardío en lo referente a publicaciones, ofrece su primer libro en el 2010, con el título Huérfanos aún. A éste le sucederán otros como Detrás de la casa en ruinas, Incompleto y Trazas del calígrafo zurdo como monografías antes de llegar al que será su libro más rotundo y del que estamos hablando ahora.

No obstante, hay que constatar que pese a la obvia evolución de los textos hacia un lenguaje más depurado, el eje visceral de los poemas de Víktor sigue intacto, como si unos libros bebiesen inexorablemente delos otros hasta tal punto, que lo hace patente en poemas como «soltar el deseo fulgente su salto con la carne quemada salta estrena el agujero» (p. 38). Donde alude con claridad —y lo refleja en las anotaciones finales— a libros anteriores. Y donde se asoma la idea del poema continuo a la manera de Helder, Whitman o Enrique Falcón.


Pobreza se configura en dos partes. Dos maneras de buscar/encontrar, preguntar/contestar la matriz del dolor y su exhortación. Dos maneras de comulgar con el yo que aflora y el yo que subyace. Dos maneras de conversar con lo humano y de gritar/silenciar lo amonestable como símbolo moral pero sin doctrina.


La primera parte, «Aún sin nombre», genera el cuerpo del libro. Es sin duda la púa y la llaga provocada. Es respuesta a la vez que multitud de preguntas. En este conjunto de poemas que abarcan más de dos terceras partes del poemario, la denuncia se vuelve eje vital. Denuncia del propio cuerpo que renuncia a sí mismo y no comprende la precariedad del yo: «¿Qué atroz punzada era aquella que abriendo la carne dejaba circular entre tendones lo insufrible?» (p. 25).
 

Los poemas, desde la autocrítica, caminan en torno a lo humano y el lenguaje, como símbolos de libertad o aspiración de ella. Asume la controversia alrededor de las relaciones humanas, de la convivencia, del poder que lo sexual conforma en favor de lo inherente al Ser abierto a lo feliz. También alega, cómo la represión acelera lo oscuro, y convoca los márgenes que alteran la plenitud vital: «fiera ...furcia en la batiente ...así el azúcar resbala en la curva ...comisura dulce del cuello a la cadera ...melosa caída no hay ángel sucio en estas lides ...que diga ...soy» (p. 40).

Pero tal vez la parte más reseñable de la voz de Víktor Gómez, sea esa que convoca la deserción de lo lingüísticamente fútil y el marcado vínculo en contra de las afecciones humanas. Es decir, un compromiso cívico espectacular que, si es verdad que en esta parte del libro se aborda desde una desesperanza, abogando por la crítica y la voz rotunda frente a los valores que atentan contra lo humano, luego, en la segunda parte, en «Jana», torna radicalmente.


Hay innumerables poemas que desde el discurso fragmentado, desde la sintaxis rota, denuncian una realidad abrumadora y atroz. Pero la voz de Víktor se alza con el deber de invocar, desde el disenso y lo plural, el testimonio del pueblo que se yergue en pro de la palabra que coloniza la definición de este libro: Pobreza.
 

Son la mayoría de los textos ejemplo de esta voz exigente: «es inmortal ponerse gravemente enfermo en el estado de bienestar ser improductivo escribir un poema sin porqué o hacer nada —en la tortura está la virtud del no atentarás contra los tiranos» (p. 50).

Pero si la rotundidad en esta primera parte del libro nos empuja a una sensación de lucha sin posibilidad de éxito (pero necesaria desde la moral y la conducta cívica), la segunda parte, titulada «Jana», se articula desde el reencuentro y la compasión.


En esta parte el amor y sus experiencias se desarrollan con la precisión del que comprende que el Yo es a veces una traba para la construcción de felicidad; y sólo en la entrega y en el acto de conciencia como ser amado se consigue el camino de la redención. «yo he convertido / mi tristeza en luz / yo / que sólo soy un cuarzo / en tus manos» (p. 103).


Esta manera de amar, de ser consciente como objeto amado, se extrapola a cada uno de los vínculos que para con la vida tiene el poeta. Acción y misericordia, devoción y sexo, intimidad y tensión en un campo menos abstracto pero sin fronteras muy concretas; como deslizando la esperanza en un reguero de futuro asumible.


Pobreza, de Víktor Gómez es un libro que reclama la paradoja. Que plantea la no-solución pero la defiende. Que advierte del poder del capitalismo pero no descarta su inexorable derrumbe.


Un libro personal y cómplice que abre discursos en cada una de las personas que se involucran en su lectura.

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Lee la reseña en la revista Paraíso.



martes, 17 de febrero de 2015

Reseñas: El piano del pirómano, de Ángel Antonio Herrera, en el blog Arte en vena

‘El piano del pirómano’ o la alta pira del lenguaje
Por Javier Menéndez Flores
Arte en vena, 6/02/2015

Todo buen poeta, aun sin pretenderlo, deja entrever en aquello que escribe el temblor que origina sus versos y el peso de su biografía. También, los libros leídos hasta la extenuación. Esto es algo que se cumple al milímetro en este poemario, el sexto, de Ángel Antonio Herrera, quien debutó en 1987, jovencísimo, con el alucinado El demonio de la analogía, y que desde entonces no ha hecho otra cosa que poesía en distintos géneros, incluido el periodístico.

«He venido a fundar una métrica del tigre, un cuaderno de añadidura cuya lira arañe en lo ahondado, un parlamento de mágicas lámparas donde pueda verse que hay en el tambor del alma un daño dormido». Y: «La oscuridad la conozco por dentro, cuando el daño decide sus manadas y el miedo se gusta como un palacio desierto». Ahí están expresadas, inequívocamente, esas condiciones; los sólidos pilares de una existencia entregada a la metáfora como a un sacerdocio y atravesada por la pérdida, que es algo que no sólo sucede cuando nos es arrancada una vida amada sino a cada instante.

La pérdida, desde luego. En cada verso de El piano del pirómano, en cada palabra, incluso, hay un tumulto sordo y sin embargo ensordecedor de ausencias, de personas capitales, amadísimas, hombres y mujeres, que ya tan sólo perviven en la sufriente memoria. Y quizá sea esa la única razón por la que vale la pena seguir soportando el embate de los días («qué último carbón se emociona si pulso la pureza de la mácula de aquel septiembre cuando se acabó una madre que fue la mía», o bien: «Un día mejor, amé en el sur, tuve padre, dije paraíso»).

Tejer la vida con la muerte ―con el recuerdo de los que se fueron― es el cometido ineludible del escritor, su obligación y su condena, y todavía más del poeta, quien se convierte así en un despiadado cronista de la desgracia y sus afluentes.

Basta con leer «arrastro un solfeo de tristes fórmulas» para advertir que aquel que escribe está siempre solo, aun en el corazón de la fiesta, y que ni una sola de las acciones de su vida sucede de manera mecánica: coger un vaso, cerrar una ventana, cortar queso, ver cómo un plato cae al suelo y explota en mil pedazos. Todos esos actos cotidianos, ordinarios, se desarrollan de un modo consciente, vívido. Y eso se eleva a categoría, claro, en su escritura, musculada de esa «remota sensación de tempestades» de la que hablaba Aleixandre y en la que el poeta ejerce de implacable sicario de sí mismo. Pues en este libro hasta la luna llamea.

La poesía del lenguaje, la del riesgo y el exceso, pura abstracción, la única que siendo rigurosos merece ser llamada poesía, tiene en ÁAH a uno de sus más destacados representantes, aunque muchos parezcan no haberse dado cuenta aún. Allá ellos. Herrera es capaz de crear imágenes deslumbrantes con la facilidad con la que otros compran pan o piden una cerveza, de forma natural, sin esfuerzo aparente. Solo que al leerle nos viene a la cabeza ese insensato funámbulo que, vendados los ojos, camina por un cable a cincuenta metros del suelo.

Esto viene siendo así desde la aparición de su ya citada ópera prima, que anticipaba un poeta distinto, con una obstinada inclinación a las alhajas métricas de los clásicos, pero en sus últimos títulos se ha afilado hasta convertirse en un hecho impugnable. El piano del pirómano se me antoja el reverso natural de Donde las diablas bailan boleros (2004), una de sus obras anteriores, la cual, pese a tener idénticas trazas formales, fue alumbrada como una celebración de la sangre quemante. El piano…, en cambio, sigue la estela de acedía y desprendimiento de su predecesora, Los motivos del salvaje (2012), pues es una constelación de pesares, un álbum del más puro desasosiego, un grandes éxitos de la desdicha atesorada con afanes de avaro.

Si algún reproche puede hacérsele a este largo poema, a esta canción para ser cantada en la más estricta soledad y sin otro coro que el silencio, es su intensidad, su ausencia total de anticlímax, su paroxismo sin freno. No hay en ese desbocado viaje interior, en ese fiero paisaje que es «la academia de adioses en los sueños donde no hay nadie», un solo apeadero en el que sentarse a tomar aliento. Pero eso es algo que su autor buscaba, ya que estas páginas, además de un testamento intelectual y una fotografía crudelísima de otros esplendores, son por encima de todo una ofrenda al lenguaje, auténtica patria y razón de vida para Herrera.

Nombrarle a Ángel Antonio a Baudelaire, Valéry, Rilke, Lorca, Neruda, Caballero Bonald, Gimferrer, Mestre es señalarle la geografía tantas veces transitada. Una geografía más real, para él, que la de la existencia diaria, asfixiada de prosaísmo y carente de la menor épica y emoción.

Hay un mundo ahí fuera poblado por el ruido y las risas y los brindis constantes en honor a la nada, y luego está el palacio hiriente de ese hombre asediado por sus propias fieras que únicamente cree «en el futuro de la antigüedad del hombre solo».

La poesía es un deneí imposible de falsificar, y los versos son los datos fidedignos e intransferibles que el poeta arrastra como arrastra el fantasma su bola de hierro. Unos datos que lo identifican, sin margen de error, allá donde va, y que son su himno y su bandera.

«Voy a creer que aún le queda cancionero a mi errancia», afirma, o más bien anhela, en uno de los pocos momentos en los que la esperanza asoma.

Piensen un piano en llamas y, junto a él, un hombre que ausculta el mar como si en la hondura de su inmensidad avistara el edificio desmantelado de su propia vida.

Eso es este libro.


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Reseñas: Carta blanca, de Rafael Saravia, en la revista Paraíso

Carta blanca, de Rafael Saravia
Por Miguel Ángel Contreras
Paraíso, revista de poesía, nº 10, 2014


En cualquier circunstancia en la que uno siente que tiene carta blanca se suele encontrar legitimado, de una u otra manera, para actuar con entera libertad sin dejarse condicionar por nada ni nadie. Esa es la pulsión que percibimos en el discurso lírico que nos ofrece Rafael Saravia (Málaga, 1978) en su cuarto libro titulado, precisamente, Carta blanca y que podría catalogarse, si lo comparamos con su producción anterior, como un poemario de plenitud en un poeta que ya tenía una voz consolidada. Esta obra formada por treinta y siete poemas divididos en tres partes nos conducirá por distintos itinerarios emotivos donde la mirada hacia uno mismo y hacia todo cuanto nos rodea será un pretexto para adentrarnos en los laberintos propios de nuestra existencia desde el compromiso ético, la conciencia o el amor, con un lenguaje directo y reflexivo cargado de sensualidad e imágenes llenas de simbolismo, sutil y categórico al mismo tiempo. 


Carta blanca empieza su recorrido con la parte titulada «Solo» donde encontramos veintidós poemas en torno a una geometría muy definida en la que predomina un diálogo desde la soledad con lo íntimo a nivel existencial tanto en lo social como en lo afectivo: «La genética nos conduce al hombre que conversaba con la / tierra que se acumula en sus uñas». Abre de este modo una vía introspectiva que irá deteniéndose paulatinamente en lo onírico de un deseo cargado de compromiso con su tiempo para percibir el tránsito de la vida que «se va como el calor, hacia el lado contrario del invierno». La voz lírica del poeta camina a lo largo de «la indignación acampada en la esperanza» que con el paso del tiempo «se hizo medible» y donde la exploración en las pasiones, en el amor, también ofrecerá un conocimiento de la propia naturaleza. Y cierra con un brindis por la conciencia, como «el hueco involuntario que nos hace libres».
 

En la segunda parte, «Hasta que llegue diciembre», compuesta por doce poemas titulados esta vez con números romanos, lo existencial encuentra en el erotismo un catalizador del descubrimiento de todo cuanto inunda al poeta desde el sentimiento amoroso. Nos hallamos en los territorios más sensuales de la cartografía íntima del poemario en los que el yo lírico se verá arrastrado por la pasión a lo largo de doce movimientos, que bien podrían representar un ciclo amatorio. Una travesía vital en la que los amantes encontrarán claves hacia la consciencia del otro y hacia la propia, explorando el roce de la piel «en la meseta de lo improbable», lamiendo desde el ensueño «las muescas precisas» o distanciando el recuerdo «como raíz de un amor inexplicable».

En la tercera y última parte, la que da título a la obra, tres poemas hacen de contrapunto y dan una amplia perspectiva a todo el conjunto desde el compromiso social con una palabra serena y firme embebida de quintaesencia. «Tus razones», el primero de ellos, tiene como añadidura un movimiento de doble plano que recoge el sentido de todos los senderos posibles, el social más evidente y el sentimental insinuado: «Reservaste la espera para preñar con desidia la voluntad / de los impedidos ». Los otros dos poemas, «Altazor y la subida de (la) luz» y «Antes y después de los panes» serán el colofón preciso que amplifique el espacio de lo público y lo dote con tintes actuales pudiéndose reescribir en cada lectura: «En la esquina de la calle Antonio Gamoneda, / un vendedor de lotería pronostica el cambio: / le niega la suerte al portavoz del ministerio».


En Carta blanca hemos encontrado la compañía de un poeta necesario que nos presenta a través de su palabra el dibujo asimétrico de la naturaleza social y sentimental de aquellos estados que conforman el mapa físico de nuestra propia identidad. 



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Reseñas: El piano del pirómano, de Ángel Antonio Herrera, en La Razón

«La televisión y la poesía son dos ebriedades distintas»
Por Marta Robles
La Razón, 15/02/2015

Hay quien ignora que algún comentarista de las cosas de la vida social, al que quizá han conocido deambulando por las teles y enfrentándose a historias y personajes suculentos e incluso descuartizándolos alguna vez, –porque ellos se prestan y así es el juego–, tiene una sensibilidad que crece con el paso de los días. Otros, sin embargo, saben bien que a Ángel Antonio Herrera esas zarandajas televisivas, si lo son, o lo que sean, no le roban ni una milésima de talento para la poesía. De hecho, su último poemario, El piano del pirómano, acaba de lograr el Primer Premio en el XXIX Certamen Internacional de Poesía Barcarola. Le pregunto si se trata de su poemario definitivo y me contesta sin dilación: «el poemario definitivo no llega nunca. El poeta, si es tal, está trabajando siempre el poema infinito, el poemario infinito. Cada poema, o cada libro, es el borrador del siguiente. Eso en caso de que haya siguiente, que en esto de la poesía nunca se sabe», la verdad. De momento, «El piano del pirómano es la orquestación de mis últimos años». Una orquestación que llega avalada por un jurado glorioso y por un premio que, para Ángel Antonio, no pasa de ser un estímulo, como lo son todos los premios literarios, y también motivo de cabreo para algún colega. Es curioso el empeño de los poetas de todos los tiempos, y más de los nuestros, en la poesía. Se dejan la piel en cada verso, a sabiendas de que llegarán a un círculo de devotos muy reducido. Porque la poesía no es cosa de masas... «La poesía no tiene público, naturalmente, sino lectores, que no sé si son lo contrario al público, pero quizá sí. Y más allá de los lectores, o dentro de éstos, se tienen cofrades, o cómplices. O sea, aquellas gentes contadísimas y casi hermanas que descubren que desde la experiencia de la propia vida alguien les cuenta o canta su vida de pronto, en un verso. Éste es uno de los aspectos mágicos y maravillosos de la poesía: tú buscas decirte, explicarte, pero estás diciendo o explicando a otro, a otros. Baudelaire, o Lorca o Rimbaud pueden encerrar en un par de versos toda mi vida». Está claro que los poetas y la poesía no viven para el negocio. Ni siquiera para sus lectores. Se lanzan al folio en blanco, ahora convertido en pantalla, y lo llenan, sin poder evitarlo, de sentimientos convertidos en poemas, o tal vez en uno solo y en prosa, como es el caso. «He querido hacer un poema que fuera un largo vértigo del lenguaje. Una cosa brutal, sin respiro. Otro asunto es que lo haya conseguido, obviamente». Es decir, un largo poema en prosa que sostuviera «una métrica del tigre», como se escribe en algún momento, una partitura de fiereza. «Quería el molde de no tener ningún molde. De aquí que haya escogido el poema en prosa, que me permite la escritura a lo ancho, que es donde mejor puedo practicar la piromanía de la imagen, el susto de la metáfora, que ahora se lleva poco, pero que a mí me fascina». Fascinantes son esas imágenes, casi tangibles, que retozan juguetonas en las propias metáforas de Herrera. Cosas reales, distintas casi seguro para cada lector, pero que todos ven y casi tocan como si fueran reales. «A mí me gusta mucho aquella frase de Francis Ponge: ‘‘El poeta no debe dar una idea, sino una cosa’’. Es decir, el poeta ha de manejarse con la imagen, con la metáfora atrevida y visualizable, que dice la cosa en sí, con sorpresa, que es decir esa cosa, pero diciendo muchas más cosas. Me apasionan los textos con mucho relámpago. Escribir es quizá lo contrario de pensar. Porque quien piensa, quien nos indaga, es el lenguaje. Rimbaud lo dijo de otra manera: ‘‘El poeta es un ladrón de fuego’’». Conversar con Ángel Antonio Herrera, o leerlo o incluso escucharlo en una tele, es compartirlo con la lírica. Da igual el medio o el momento, su lenguaje siempre es el mismo. «Mi antena del mundo, de la vida, es lírica, y es metafórica. En el articulismo, o en el cronismo, que es lo que yo más he practicado, dentro del periodismo, tiendo enseguida a la síntesis de una metáfora o de un aforismo. Enseguida me asoma un remate de trueno, una flor de maldad, incluso, que es de naturaleza lírica, sí, y que yo creo que le da bulto, y brinco, y veneno, a todo aquello que vas contando. Siempre que no te pases de insistencia, claro. Pero a veces he puesto la lírica al servicio de la mala leche, eso sí. Mucho. Es la vieja fórmula de la rosa y el látigo. Sueltas una flor en un párrafo, y al párrafo siguiente dejas un ramo de dinamita. En realidad, no hablamos en todo esto sino del viejo debate de la diferencia entre escribir y redactar. Y yo procuro escribir. Y me gusta leer a quienes tienen el mismo vicio. Pero sin caer nunca en el adorno amanerado, o en el floripondio lírico, que resulta siempre una cursilada o un coñazo. O las dos cosas. Puedo fardar de ser un gran lector de periódicos, y los que escriben bien siempre tienen razón. Y me apañan la mañana». Le digo que el látigo lo sujeta firme y lo agita con contundencia, especialmente en ese periodismo de trifulca y sanguinario que practica a veces y sonríe. «A mí, el periodismo de vitola canalla me gusta mucho, y no me cuesta. Quiero decir que en el oficio de la crónica o de la columna no se está para hacer amigos. Al menos, yo no». Le pregunto si una noche televisiva de crónica social, de la que últimamente anda lejano, le puede servir de inspiración alguna vez para unos dignos versos y me dice que no: «No me ha ocurrido. La televisión y la poesía son dos estupefacciones distintas y quizá contrarias. Dos ebriedades distintas y quizá contrarias».
 

Personal e intransferible

Ángel Antonio Herrera nació en Madrid –aunque dice amar La Habana– en el invierno del 65. Es novio de su «esposa soltera» y no tiene hijos. Se enorgullece, como Borges, «de algunos libros leídos». Se arrepiente, «en todo caso, de algunas cosas que aún no he hecho». «Perdona sin darse cuenta» y no odia porque «el odio da cáncer», pero tampoco olvida «porque el olvido quita imaginación». Le hace reír y llorar «el telediario». A una isla desierta se llevaría «un protector solar», supongo... «Pero una isla es desierta o es turismo». Dice que sus manías no caben en esta página, ya que «soy un maniático profesional», y que cada día tiene menos vicios, «desafortunadamente». A veces, sueña que se despierta, «y me jode». Dice que ya es mayor «y no me gusta nada» y que si volviera a nacer sería él mismo, «sin ganas de corregirme».



Lee la reseña en La Razón.





lunes, 16 de febrero de 2015

Reseñas: La isla que prefieren los pájaros, de Vanesa Pérez-Sauquillo, en Nayagua

Los pájaros litúrgicos
Por Nuria Ruiz de Viñaspre
Nayagua, nº 21, febrero de 2015


La isla que prefieren los pájaros
es el último libro de poemas de la poeta madrileña Vanesa Pérez-Sauquillo. Isla que llega —o a la que llega— tras un quinquenio de silencio desde aquella lluvia equivocada.

Pero ¿cómo organizar un libro que va de un lado a otro como un barco naufragado? ¿Como pájaros perdidos? Avanzar es des-avanzar. Hablo de la civilización. Del vértigo de los edificios. De esa parte alta de la ciudad. De la sociedad. De esa parte baja de la sociedad. Lo que va de lo habitado a lo deshabitado. De la habitación a la deshabitación. De la verticalidad de las ciudades y su horror vacui (“hombre que crea espacios para llenar con el hombre…”), (“El paisaje / nos sale de los ojos. / Naturaleza muerta…”), a la horizontalidad del vacío que llena la naturaleza, y es naturaleza limpia de adornos, aliños y aderezos (“Cuerpo de ave no traiciona. / La niebla se lo lleva. / Cuerpo de monte será monte mañana / aun penetrado de criaturas”). Este libro habla de eso.

Ya en la imagen de este libro haikuneado —por lo breve y lo intenso de sus versos, concebidos como axiomas morales—, se antoja la imaginería de la poeta. Palabras como enjambres de estorninos. Pájaros a veces desorientados, confundidos, pero a la vez llenos de dirección, donde el trazo vertical es sinónimo de ritmo y de-cadencia. Una cosmogonía repleta de manchas diseminadas. Manchas que son trayectorias de vuelo multidireccionales: el estado norte-sur-este-oeste del Ser, como esa eterna búsqueda interior: los puntos cardinales del Ser. Recordemos sino aquella tradición hindú que aseguraba que los pájaros simbolizan los estados superiores del Ser. Y es que los pájaros son pájaros dentro y fuera de la jaula —isla de puertas abiertas—; mientras que la jaula —isla de puertas abiertas— solo es jaula —isla de puertas abiertas— cuando va a parar allí el vuelo de aquellos pájaros que ya están fuera de su jaula —isla de puertas abiertas.
 

Seremos isla, algunos días,
pero la isla que prefieren los pájaros


En el lenguaje poético el pájaro es un símbolo recurrente y de fuerza en escritores como Pizarnik (con aquella jaula volviéndose pájaro), Kafka (con aquella jaula que salió en busca de un pájaro), Whitman, o Bernhard (cuando escribió aquello de: “detrás de los árboles hay otro mundo”). Y es que detrás de la isla de Pérez-Sauquillo también hay otro mundo expectante al que van a parar las palabras como pájaros. Walt Whitman, por ejemplo, era considerado como el poeta del viento y de los pájaros, y en La isla que prefieren los pájaros, hay una correspondencia de conjuntos que bien podría cumplirse así:


pájaro[concebido como animal con alas] = poesía [concebida como palabras con alas]
 

Y es que todo ser alado es símbolo de espiritualización, ambos son veloces y por ello difíciles de cazar, emigrados a una isla, la lengua de los pájaros, el lenguaje de los pájaros, donde Pérez-Sauquillo persigue la constante búsqueda de ese algo alado. Inalcanzable.
 

El pájaro es la palabra poética, incansable, mística casi. Pájaro como sinónimo de ave. De rara avis. Y una isla es una zona de tierra firme. De lo alado a lo telúrico. Del cielo a la tierra. De arriba abajo. He ahí el espacio que dista entre ellos.
 

Si Blanca Varela en aquel bello poema “Despierto. / Primera isla de la conciencia: / un árbol. / El temor inventa el vuelo. / El desierto familiar me acoge. / Alguien me observa con indiferencia”, nos hacía volar como si fuéramos un Chagall visto por Mondrian, esto es, llevándonos del universo onírico a la cuadrícula de la vigilia, puede, solo puede, que para Pérez-Sauquillo esta primera isla que prefieren sus pájaros fuera la isla de la conciencia, ya que la condición volátil o aérea del libro es directamente proporcional a su condición terráquea, firme, a la condición sólida de su materia. Pues este libro se toca. Habla de lo líquido (p. 11), de lo blando (p. 13), (p. 15), de lo duro (p. 16)… todo un paradigma de texturas para hacer el recorrido desde y hacia esos estados interiores vistos desde un desvestido paisaje.
 

Esta isla es un lugar al que se llega con un pasado desesperanzado pero al que se va en busca de un futuro prometedor. De la desesperanza a la esperanza. De los inicios de los des, a los despueses de los desdes. Y todo desde los paisajes —vistos o no— de la bella Irlanda, el ejemplo más limpio de la naturaleza des-nudada.
 

De la des-esperanza de la civilización…
El devorador descubre un día que es carnívoro. El canibalismo del mundo queda patente
en el poema de la página 30 (“Universo que busca y se devora. / Universo que espera”). Y es que, ya lo dijo el filósofo Thomas Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre (“huecos por los que también el hombre asfixia al hombre”).


Libro social que circula de la naturaleza viva que hay en la propia naturaleza, a la naturaleza muerta que hay en toda naturaleza implantada:

Las ciudades te han hecho de cristal.
En ti no hay horizonte.

 

(Otro poema)
 

El paisaje
nos sale de los ojos.
Naturaleza muerta.
Naturaleza vida
es la que muerde.

 

(Otro poema)
 

Cuerpo de ave no traiciona.
La niebla se lo lleva.
Cuerpo de monte
será monte mañana
aun penetrado de criaturas.

…a la esperanza de la des-civilización
Cuando todo está perdido, no hay nada perdido.
 

Y aunque todo parece que se rompe,
uno es más fuerte de lo que pensaba.
Y uno descubre.
Y uno sabe que a lo lejos no hay tierra
pero ya nada importa.

 

Pájaro pajar paja pájaro que separa grano de paja. Pájaro que se-para bosque de bosques.
Árbol de árboles. De lo imprescindible de la naturaleza a lo prescindible de la civilización. Eso hace la poeta en todo el libro. Des-nudar. Aunque esa desnudez se haga materia en el poema de la p. 41 (“Piedra limpia de barro. / Desde la rama / el muro es un camino”).
 

Pérez-Sauquillo conduce el lenguaje subida en una cosechadora, grande como el corazón de un barco, pero de sencilla conducción (la lengua de los pájaros). Porque su lengua es una lengua sencilla que nos lleva a lo profundo. Donde las palabras son ruedas concéntricas que te acercan a ese cielo en-tierra habitado por pájaros des-orientados. La poeta limpia su idea y su isla de cicatrices. Limpia sus surcos. Allana su isla. La alisa. La facilita. Es arcilla al fin. Sí, la poeta es una trilladora. Detectora y detractora de piedras eludidas por tractores. Quebranta la mies que se tiende en la era del cielo separando grano de paja. Grano de paja. Grano de paja. Porque este libro está limpio de paja. De piedras. Sus manos, sacudidoras de piedra, sacudidoras de paja son manos atornilladas a la tierra nueva des-habitada. Su isla. Su deshabitación.


Lee la reseña en la revista Nayagua.


Reseñas: La hija del capitán Nemo, de Cecilia Quílez, en Nayagua

Arder para sentir
Por Ángel Guinda
Nayagua, nº 21, febrero de 2015
 


Durante el mes de septiembre de 2014, siguiendo la ruta de algunas de las catedrales góticas francesas más emblemáticas, residí en París, Chartres, Reims y Amiens. Y en esta última ciudad visité la Casa-museo de Julio Verne acompañado por el libro de poemas La hija del capitán Nemo, una de las obras que me acompañaban en ese viaje. Nemo, comandante del submarino Nautilus, es el protagonista de Veinte mil leguas de viaje submarino. Las huellas del pasado, el afán explorador de los acontecimientos, la justicia y la venganza son puntos en común entre el héroe verniano y nuestra poeta. 

Admiro el genio e instinto creadores de Cecilia Quílez, su compromiso intelectual militante, su defensa de la dignidad humana y literaria, la coherencia y riguroso criterio en sus intervenciones culturales. (¡Cómo olvidar aquella sustanciosa, acalorada, conversación de madrugada llameante de alcohol, al aire libre, en Lugo, acerca del estado de la situación de la poesía y del poeta en España, en estos tiempos hostiles para tantos valores del espíritu, concretamente para la inteligencia, la sensibilidad, la imaginación, la creatividad, la honradez!) Y la admiro más en poeta, por su trayectoria de superación constante y por su irreductible voluntad de ser. 

Como quien hace del adiós su compañía. Como quien forja y alza la belleza corporal por espada y sepultura. Como quien, decidida aunque misteriosamente, da visibilidad a su alma con talento, conocimiento, quimeras, valentía. Como quien ve la vida escapar y le dispara con esa magnanimidad del renunciamiento, con el desquite de la insurrección resucitadora, con el escudo del exceso. Como quien habla a los ojos a su interlocutor. Como quien se confiesa frente al cañón del mundo. O se atreve a decir ¡ven!, a gritar ¡vete! Porque sabe que la poeta y el poeta se atreven con el abandono, consigo mismo, con las multitudes, con la vida, con la muerte, con la libertad. 

Así poetiza Cecilia Quílez. Aguda, honda, auténtica, clara, directa, catártica, plástica, encarnizadamente. Poesía, de tan intimista, universalizadora de reconcomios, de esa ansiedad moral consecuencia de las más oscuras preocupaciones comunes a la condición humana. Poesía testimonial, amargorrealista, de la meditación, de la decisión. 

Sus propias palabras, “Arder para sentir”, más que un sabio consejo experiencial, conforman una poética de vitalismo existencial hedonista. Acto de abnegación empujado por vehemencia de inspiración y amor, que la lleva a concluir: “El poema es un sacrificio”, ofrenda a los referentes empíricos que motivaron los textos, pero también al lector. 

Salido del volcán de la memoria, La hija del capitán Nemo teje una elegía de vitriolo químicamente puro para intentar corroer el dolor e injusticia que es todo sobrevivir o resistencia, antes más que existencia, ocasionados por una doble adversidad externa e interior: “Mi vida es un desastre, mi vida…”. 

La dramaturgia de los símbolos, la rueda dentada del reloj cuyas agujas marcan los recuerdos, dejan entrever el porvenir a través de la alerta del presente, traen al tuétano del poemario el proceso experiencia-emoción-evocación-expresión-transmisión de sucesos cuyas consecuencias mueven, responsablemente, a nuestra poeta a afirmar y consolidar la grandeza, identidad e independencia del ser humano en general y muy particularmente de la mujer combativa. 

A semejanza de Wordswordth, a Cecilia Quílez parece importarle más la contemplación de la emoción que la experiencia de la misma. Pensamientos, sentimientos, deseos, conflictos, rememoración y reacción aparecen en su poesía inextricablemente ligados.

Pensamientos: de autoanálisis (“Estoy. No me hace falta más. Soy una androide de pómulos tristes, pero no tengo la culpa. Una placa de aluminio anula toda visibilidad accesoria. Ando siempre de frente porque no sé dar pasos hacia atrás. Voy y respiro sin tragedias. No tengo marcas de salvación porque jamás he necesitado medicina contra la rabia”), indagadores del propio carácter y temperamento (“Cómo dominar la tempestad si hasta yo desconozco mis mareas”), constatadores de la dureza del vivir el día a día con la presión de la precariedad, que sus versos declaran con atmósfera de cuadro de género en la que resplandecen la ironía y el humor desdramatizadores. No me resisto a reproducir, como ejemplo, este poema: “Pelo patatas pasa el tiempo / Tarareo patata tiempo y pasa / Llega el tiempo con hambre occipital / El cuchillo baila un vals consonante y miserere / Mi hija viene colmada de adjetivos / Relucimos como reinas al son de una cazuela / Mientras hierven las sobras de la ruina / Hablamos de lo justo y del exceso / Mañana toca sopa y de nuevo / Huevos con capirote y sal de yodo / La cocina es una fiesta y con saltitos / Celebramos el vacío / El sabor de no tener / La nada sabe a penas nada / Bailamos y bailamos / Como si esto / No estuviera sucediendo / Y reímos y reímos / Como si el hambre fuera sólo / Un mal guiso / Quemando al fondo de la lengua”. 


Sentimientos: inquietantes (“Todas las mañanas amaneces desnuda / Con un cuchillo ensangrentado / A los pies de la cama”), de pérdida (“Bajo esa alfombra de crisantemos / Yace lo que fuimos”), soledad (“Una mujer / Acaba / Donde nadie mira”), desamparo (“Tiro el vaso a la basura / La basura sobre el vaso / Mi cuerpo es el vaso), inevitabilidad y dificultades de un destino poético (Un poeta nace de espaldas / Una poeta nace de espaldas). 

Deseos: eróticos (“Se desviste con los ojos en las manos”), sexuales (“Mi juego solitario / Tiene nombre / De lengua que espera / La palabra golosina / Dentro muy dentro / De mi sexo”), apasionados (“Poséeme”). 

Emoción, tensión e intencionalidad son constantes en esta dramaturgua lírica nacida del empirismo existencial, desde el lado mágico del coloquialismo. Con sorprendentes versos y fragmentos aforísticos ya sentenciosos, ya axiomáticos o proverbiales: “La duda es un cepo donde espera el engaño”, “El crisol del adiós te está esperando”, “El miedo es la melodía del mundo” o “Placer por placer quema”. 

A la pregunta ¿qué hace que un texto sea literario?, Nuno Júdice plantea la necesidad de que dicho texto nos transporte a una dimensión en la cual nos sintamos proyectados a través de un espacio que podemos definir como el espacio de una experiencia que nos envuelve, como si cada uno de nosotros la estuviese viviendo. Condición que cumplen estos poemas turbadores, desgarrados y punzantes. 

Libro hermosísimo, impúdicamente duro como el diamante.



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