martes, 20 de enero de 2015

Reseñas: La hija del capitán Nemo, de Cecilia Quílez, en Castilla. Estudios de literatura

La hija del capitán Nemo, Cecilia Quílez
Por Juan Carlos Abril
Castilla. Estudios de Literatura, 6 (2015): I-III ISSN 1989-7383
 

La escritura de Cecilia Quílez (Algeciras, Cádiz, 1965) parte de las premisas de la libertad absoluta de una conciencia creativa sin ataduras ni rémoras. Radicalmente inconformista en su propuesta, la propia escritura se concibe como procedimiento que pone orden frente al caos, frente a una vida errante y nómada donde “Tu fe se ahoga” (p. 23): “Algún día escribiré que mi vida fue un desastre” (p. 13), nos dice en la primera línea del primer poema. “Mis manos subrayan la palabra exilio sobre mi piel. Pero también escriben que la inexistencia es un quebranto del deseo. Nieva sobre la playa artificial. Quien baila también está temblando de frío. Pienso en el vacío. Mi tristeza se llena de vacíos.” (ibíd.). Para confirmar ya al final: “Mi vida fue un desastre, escribiré” (p. 14). La única verdad es que no existe la verdad: “Y ahora, ¿qué hago con la verdad?” (p. 49). El poeta es el pastor del ser y el lenguaje es la casa del ser, Heidegger dixit. Nadie excepto la poeta puede traducir “el lenguaje de las tuberías” (p. 57). Por eso a través del lenguaje ordenamos —al menos para entendernos a nosotros mismos— el mundo: “Sólo me inspira o no / Calculen bien el movimiento / Lo que aún ni sé / Si encaja canta o desafina / Un absoluto caos que he de querer / Que por mío aunque no guste / Es incompleto” (p. 67). La poeta encuentra lenguajes escondidos u olvidados allá donde otros no los perciben, y esa es precisamente su labor en el límite de lo comprensible, en la creación de sentido más arriesgada, en los precipicios del signo lingüístico.
 

La tensión erotanática alimenta estas páginas de fugas e integrales, planos y contraplanos en un continua superposición de imágenes y libérrimas asociaciones de ideas, que se escapan a la razón instrumental, y que plantean una voz insobornable a los códigos establecidos —morales en sentido lato: amorales, inmorales— aliándose a los más variopintos procedimientos, y siempre con la complicidad de las palabras, esas fieles compañeras a pesar de todo: “Ningún tiempo pasado en mi memoria / Colmar el presente aire furtivo / Pero tú mañana / En el babel exacto / De los signos / Desnuda llegas / Ave Palabra / Violentamente amanecida” (p. 66). Nos encontramos con los alrededores de un personaje que no sólo escribe sino que a la vez se escribe a sí mismo, la palabra que al decir se constituye en semiosis, recorriéndose en sus frustraciones y miedos por donde pasan desde las relaciones dolorosas: “Viví tu guerra y tú la II mía / El olvido ha dejado flores en mi lecho / Esta es mi victoria / Amanecer y no pensarte” (p. 69); el amour fou de esos cuerpos celestes en “Las esferas se encontraron” (p. 51); el complejo de Electra (pp. 64-65); en sus deseos e ilusiones, etcétera, y que se autoengaña —como el resto de la humanidad— con la esperanza: “Como una campana en el vientre / Ese querer prehistórico de madre / Que amamanta eternamente la esperanza” (p. 72). Las coordenadas del deseo y un profundo vitalismo empujarán esta escritura de superación: “Mi mejor bestia, mi deseo” (p. 55), “antes de caer al imperio del deseo.” (p. 77).
 

Sin embargo, la marca del dolor, la oquedad del ser, el vacío que nos invade no podrá solventarse con ninguna artimaña. En esta poesía no caben argucias frívolas porque “Nada distingue a las bestias en su último suspiro. Pero tú cantas” (p. 59). Por eso La hija del capitán Nemo nos interpela a no frecuentar el territorio de la herida, incluso si sabe que es inevitable ese merodeo: “Mañana tampoco vuelvas por aquí: Aún duele” (p. 61). Con este epígrafe se abre la última parte homónima de un libro que se estructura en torno a cuatro fragmentos de un discurso amoroso/desamoroso: “I. Signos vitales”, “II. El peine del viento”, “III. Cuerpos vitales” y “IV. La hija del capitán Nemo”. Una onda energética atraviesa este poemario mostrándonos una fuerza dionisiaca imparable: “Ved / Probad / La obscenidad de la plenitud / Ha de caer el pétalo torrente / Sin indulto […] Aguantad las ganas / Y si podéis / Imaginad el rocío / Que encierran / Las rosas en primavera” (p. 54). Prosas encontradas de una materialismo aleatorio, tal y como esbozara Althusser.
 

Signos o constantes vitales de un sujeto al borde del abismo, en el filo de la desesperación, en el naufragio de la melancolía y con el equipaje inestable de las emociones, su inefabilidad rilkiana: “En las chimeneas / Las gaviotas esperan / La lágrima inaudita del poeta / Un ángel hace surf en traje de neopreno / Es octubre como siempre ha sido octubre / Sólo me hace llorar / Lo impronunciable” (p. 17). El conflicto interior se traduce en muchas ocasiones en angustia y obsesión “Con un cuchillo ensangrentado / A los pies de la cama” (p. 18), o con la composición inmediatamente posterior que comienza “Una boca que preña la luz”, pero que concluye: “Avanza la palabra / Sangran las bocas” (p. 19). Aunque ningún poema como “Ando en círculos” podría ilustrar este vacío interior que se va rellenando con los ingredientes más heteróclitos para conformar a ese sujeto que resista a los embates del tiempo y la historia: “Ando en círculos / A III veces choco de frente / Con mi propio fantasma / Agotado de agotarse / En este mismo lugar / Donde nada más puede decirse” (p. 41). Se trata de la frontera de las emociones, allá donde las palabras ya no alcanzan a decir, una tierra de nadie —hija de Nemo— donde el sujeto cambia de máscara para sobrevivir, con el resultado final de no reconocerse en lo que más bien se parece a una fantasmagoría de sí mismo. Pero poeta a pesar de todo, después del horror de haber visto, de estar vivo, de no poseer una identidad estable, de tener que mudar, migrar, y en suma seguir aquí. Poeta consciente de ese estado de descomposición interior: “Ahí estoy yo / Dibujando en la baldosa / Sobre la nada” (p. 20), que se confirmaría con el rotundo texto “Qué hace esa mole imposible apuntando al cielo” (p. 28).

El desarrollo de La hija del capitán Nemo oscila entre el páramo abisal de las profundidades oceánicas, de la fosa de las Marianas, y el propio yo. Allí y aquí. Entre medias, las turbaciones del deseo y la nocturnidad de “La noche más corta”, título repetido adrede (p. 33 y p. 63) que escenifica de un modo u otro la ansiedad de la conducta que se aparta de la Norma, el territorio innegociable de la libertad, la rebeldía más iconoclasta y la disolución de las reglas del juego, comenzando por el amor y el deseo, en la desgarradura que nos produce: “La ciudad nos abre de luces verdes. Aquí tienes mi cuerpo florecido en tristeza. Estamos rotos, intermitente confusos como los párpados semiabiertos que retienen la línea entre la vida y la muerte.” (p. 33). La hija del capitán Nemo es un libro desafiante en su propuesta y en sus resultados, y la poesía de Cecilia Quílez todo un impacto para el lector, a quien hace ver las cosas desde el otro lado. Y esa invitación dialógica, precisamente, nos atrapa.



Lee la reseña en la revista Castilla. Estudios de literatura

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena sobre todo "por la originalidad"

Anónimo dijo...

“Nada distingue a las bestias en su último suspiro.
Qué frase más acertada, "todos" hombres y "bestias" jamás se distinguen en la muerte, no así en la vida, las "bestias" lucen con todo su esplendor aniquilando a los hombres, o lo que quedó de ellos.