miércoles, 4 de junio de 2014

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en Astorica

La bicicleta del panadero
Por Sergio Santiago
Astorica, año XXX, 2013

“He leído muchas veces que la poesía termina por vengarse de los poetas.” Si, como rezan los fenomenólogos y pragmatistas, la intencionalidad es la forma básica de la conciencia, en el caso de Juan Carlos Mestre (1957) conviene entender el axioma  según Husserl, asumiendo que la intención es una apertura al pasado y al futuro. Sin duda esa oscilación entre memoria y compromiso copa La bicicleta del panadero (Premio de la Crítica 2012), obra de quien se ha declarado “poeta de la conciencia”.

Calambur nos presenta un volumen de casi 500 páginas y 298 textos que, se nos promete, conforman “un libro que será capital de la poesía contemporánea y, más allá, en el futuro de nuestro idioma”. Y aunque 298 poemas son y serán siempre muchos poemas, el ambicioso proyecto de Mestre cumple y supera por igual dificultad y expectativas: la dificultad de ofrecer tanto a un público que en general no pide mucho, ni tanto ni tan bueno, y las expectativas que suscita la aparición del libro monumental de un poeta monumental (Premio Nacional de Poesía 2009, Premio de la Crítica 2012, Premio Adonais 1982, etc.). Con esta doble superación Mestre logra el merecido honor de estar a la altura de sí mismo e incluso de hacer de la madurez una nueva plenitud.

Desde el comienzo del libro, el autor declara a sus lectores la convicción firme de que la poesía no puede plegarse a la univocidad ni a la monodia yoísta si quiere hacerse cargo de la justicia para quienes no pudieron usar la voz. Así, el flujo de conciencia que preside en el “Poema uno”, diálogo a dos voces sin ninguna clase de puntuación, nos invita a la costumbre de las máscaras y el desdoblamiento del yo, y a la fusión psíquica de esos personajes en un único caudal poético que no se somete ni a veleidades formales ni a las fronteras de una división en partes.

El poemario aparece presidido por una prosa poética y lo que Isabel Paraíso llamará “versículo whitmaniano”, pero que en nuestro dominio literario tanto más mereciera el marbete de versículo castellano, tanto por la procedencia de sus mejores cultores como pro la bronca horizontalidad con que goza de tenderse en el papel como la longitud de una meseta. Tanto el tono como el color –y esto no es baladí es un poeta-pintor como Mestre- se acomodan a las exigencias sobrias del versículo, alcanzando una sonoridad uniforme y parca, sin lirismos ni músicas rechinantes pero con una notable arquitectura rítmica y fónica (v.gy. “rosas gemelas labios azules cabellos rojos”, ritornello de “Pájaros sagrados”). No obstante, encontramos algunos poemas de arte menor, e incluso la presencia de dos caligramas, “Sol” y el hermoso “Espantapájaros” que, como el “Poema doce”, homenajea a Oliverio Girondo.

Un homenaje que se entiende al comprobar que la metáfora y el irracionalismo sintáctico del neovanguardismo mestriano hacen aparición en La bicicleta del panadero para explorar la “Tierra de los significados”. Metáforas y sentencias aforísticas (“todas las mentiras son inéditas”) forman un contrapunto con las irregularidades sintácticas y ortográficas, que favorecen la fusión de identidades y de tiempos para alumbrar al Hombre contemplado en soledad desde el Instante: “Cuando lo tontos que éramos y aun mucho más la próxima vez fuimos felices”.

Todo el poemario es, en el plano intertextual, un dechado de referencias que multiplican la dimensión semántica del conjunto. Se trata de un abanico de referencias tan amplio que oscila desde la literatura a la filosofía, la ciencia, historia, arte, etc.

Dos son los polos temáticos que tensan la cítara de este Mestre denso y tocado por la gracia de la justeza verbal: la pérdida del padre y la voz de los de abajo, dos arquetipos míticos universales que en el poemario se escenifican como indiscernibles: el padre es parte de esos de abajo (el panadero) y al mismo tiempo el que da voz y vida (el pan) a los de abajo. La elegía )”Padre”, “La casa de la harina”, por ejemplo) abre la puerta a otros personajes del pasado y el presente que en algún lugar del tiempo recibieron la esperanza del pan, que llega en bicicleta como aquella mítica aurora lorquiana que nadie recibía en la boca. El pan, tanto en su dimensión eucarística como de alimento básico, es una promesa de salvación y de vida en un sentido de autenticidad existencial, buscada incansablemente en el lenguaje de la poesía, no sin cierta infructuosidad. La cuestión es que esa vitalidad se abre en una variedad de asuntos que no descarta la ironía y el humor, como demuestra la parodia de las coplas manriqueñas –nótese, nuestra mayor elegía al padre- que se hace en “Motel del mar”. La unidad no discrepante de ambos focos temáticos quizás se deba, como nos dice Mestre, a que “la muerte nos hace humildes y eso nos despista”.

Mestre comprende a la perfección que el único modo de que la poesía mantenga hoy en día su función sacralizante –fundación de “actos de conciencia”, dirá él- es la desmitificación sistemática, como demuestra “Jaula de la epopeya”, largo poema cosmogónico sobre ese tiempo cuando el machadiano Dios “puso todo en manos de los electricistas y se quedó dormido”. Como decimos, ironía y desmitificación forman un tándem consecuente y homogéneo con la elegía, el dolor por lo perdido y la labor del poeta-pueblo que lleva la voz, el pan, al hombre, como Prometeo el fuego.

La diferencia  entre “conciencia” y “experiencia” es similar a la que se da entre la carne y el cuerpo. Mientras que el cuerpo y la experiencia se limitan a vivir, la carne y la conciencia se saben vividos, y en esa distancia se articula la potencia trascendental del hombre y del poema, que sin dejar de ser solo cuerpo, solo experiencia, saben ser algo más, holístico, puro, inexpresable y cierto. No hay un verso que no tenga los pies en el suelo y, sin embargo, ni un solo poema nos lleva a confundir la sencillez con el simplismo, lo prosaico con lo trivial, ni lo vulgar con lo humano. Una poesía, que siempre despega, “la poesía de dinamita bajo la suela de los zapatos”; la que sabe excitar la imaginación, la risa, la memoria y el deseo. Se trata de la esencialidad de una nueva noción de lo sagrado ensayada por los grandes (Colinas, Gamoneda) en quienes debería descansar el testamento poético de las últimas décadas y de quienes tanto podría aprender algún que otro Pope de nuestra amarga república de los poetas.

En resumen, un libro de factura impecable y verídica hondura. En él, la búsqueda de la verdad mediante el asedio inexpresivo –mostrada en el uso constante de la nerudiana adjetivación en neutro- convive con la frustración del “fatídico oficio de la literatura profética”. La bicicleta del panadero no deja por ello de concebir la casa de la harina como la casa del lenguaje, dudosa pero anhelada puerta al mundo que llega en el endeble vehículo de la infancia y los sueños (la bicicleta): “todo lo definitivo queda definitivamente sin resolverse”. Mestre corona, por tanto, la desilusionante necesidad de algo mayor que las palabras capaz de pronunciar, decir o solventar la vida sin ponerle trabas y abriéndola con resolución al pasado y al futuro como única legitimidad del presente, el presente polifónico del ser en el poema. “La palabra inefable –dice Mestre en “La esquela”- del latín ineffabilis, indecible, debería ausentarse del diccionario mientras no cumpla con el deber de contar esta historia”. Tal es la paradoja arrinconada de un mundo donde las palabras llenan los libros con la misma nihilidad de colmar de salvavidas un cementerio. Palabras hay, y muchas, llenando este libro de almas, vidas y de una lánguida promesa de llenar de libros esas palabras hasta el quicio, inundándolo todo de maneras de inventar un nuevo idioma para el silencio: “Y lo dicho vuela, y lo no dicho, dicho queda”.

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