jueves, 8 de mayo de 2014

Reseña: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en Andaluces Diario

Poesía total y audaz
Por Alberto Guallart
Andaluces Diario, 4/05/2014


Antonio Hernández obtiene nuevamente el Premio de la Crítica en poesía, veinte años después de Sagrada Forma, el libro que también en su día se alzó con este reconocimiento que cada año concede la Asociación de Críticos Literarios.

En las votaciones finales del jurado, el libro Nueva York después de muerto se puso por delante de los de otros autores andaluces, el granadino Miguel d’Ors y la sevillana Julia Uceda, así como de los de Ada Salas (Cáceres), Pureza Canelo (Moraleja, Cáceres), Eduardo Moga (Barcelona) y Eloy Sánchez Rosillo (Murcia).

Nueva York después de muerto es un poemario singular y extraño que une, o mejor dicho, trenza las voces poéticas del propio Antonio Hernández con las de Federico García Lorca y Luis Rosales. El libro y su título se deben, según justifica Hernández en el encabezamiento, al proyecto que el mismo Rosales tenía de cerrar su obra con una trilogía titulada así, y en la que “quería hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas así como de otros conflictos que agobian al hombre”. La gran ciudad norteamericana representaba para él, a juicio de su amigo y discípulo Antonio Hernández, “la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre distintas razas, el imparable avance del mestizaje… y, obviamente, Federico”.

La voz poética de Lorca fue acallada trágicamente en 1936 y la de Rosales dejó de existir en 1992. Antonio Hernández los convoca ahora para, con la ciudad de Nueva York como escenario, conversar junto a ellos sobre la cultura y los afanes y desengaños del hombre contemporáneo. Hernández se ha echado, asimismo, sobre sus espaldas la rehabilitación de la memoria de Rosales, tan atada a la de Federico y a su fantasma. Exculpar a Rosales del asesinato de Lorca es una de las obsesiones de este libro, uno de cuyos poemas dice de los dos: “Así comienza la historia, / un granadino que no puede morir, otro / granadino cuya gloria es parte / de un infierno”.

A ratos escuchamos a Luis Rosales, otras veces son los versos de Federico los que aparecen reescritos por Hernández; el Holocausto judío y el de los japoneses de Hiroshima y Nagasaki, el Plan Marshall, los belenes granadinos, la Guerra Civil española y el desamparo de posguerra, van y vienen en este poemario fluvial, donde el ir y venir de la memoria individual y colectiva discurre con un ritmo narrativo a velocidad y desembarazo cinematográficos.

En el colofón de la obra, Antonio Hernández apunta que este poemario “fue escrito durante los intermedios vacacionales del año 2010”, cosa que, junto a la agilidad y apremiante voluntad introspectiva que revelan sus páginas, nos suscita la sospecha de que éste puede ser el libro que haya escrito en menos tiempo, quizá como en un trance en el que lo que primero se transgrede son los límites del lenguaje.

Que los límites de los géneros, las preceptivas y los cánones están vaciándose de contenido, y que las disciplinas se están haciendo cada vez más impuras, lo evidencia a las claras que se pueda pedir un sorbete de tortilla de patatas.

Hay libros que son igualmente desconcertantes.

La literatura y la gastronomía llevan tiempo evolucionando gracias a transgredir lo estatuido y los modos normativos que desde siempre las han gobernado: La cocina fusión, salmón ahumado enrollado en papel de arroz, con avocado, cúrcuma y surimi, o la poesía / poema total, la lírica mezclada con el periodismo y la prosa, el verso engolfado con el guión cinematográfico y envuelto en el prospecto de los antibióticos. En ambos casos, en el gastronómico y en el poético, los resultados son atrevidos y sorprendentes, y a veces sólo atrevidos.

Resulta curioso –por otra parte– que sean autores de las generaciones o grupos de los 50 y 60 como Caballero Bonald (1926) y Antonio Hernández o José Antonio Moreno Jurado (1946), los que más rebeldías y transgresiones exhiben en sus obras cenitales y compendiosas. Entreguerras del primero, Nueva York después de muerto y Cuadernos de un poeta en Mazagón del último, son tres ejemplos de cómo los límites de la tradición son atropellados irreverentemente por nuestros poetas más veteranos, y de cómo se propone un nuevo lenguaje, un verbo creador renovado a partir de la destrucción del lenguaje. Se trata de aproximarse a la realidad a través de palabras y maneras nunca usadas para describir esa realidad, y entonces se abre un mundo nuevo.

Nueva York después de muerto es un compendio de la vida y obra de Antonio Hernández, un poema total escrito con “lengua de hombre”, como quería Huidobro. Un poema total del hombre total, del hombre contemporáneo, extraviado y aterrado de ser hombre. Un hombre a la intemperie, desengañado de las grandes promesas emancipadoras y pelele de un devenir histórico cada vez más deshumanizado… y al fondo Nueva York como gran síntesis de los sueños colectivos.

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