viernes, 4 de abril de 2014

Noticia: Homenaje a Leopoldo María Panero

Fin del espectáculo
Por Javier Huerta Calvo
Revista Leer, Nº251

Solo es hermoso el pájaro cuando muere destruido por la poesía. 
LMP 

“Fin de una saga,” “Fin de raza,” “Fin de trayecto,”... Estos son algunos de los titulares –no demasiado originales, por cierto- de los artículos que, en las últimas semanas, se han venido publicando con motivo del reciente fallecimiento de Leopoldo María Panero. La verdad es que, fuera de un par de notables semblanzas –Luis Alberto de Cuenca en ABC, Antonio Colinas en El Mundo- casi todas estas necrológicas no han sido sino una retahíla de tópicos, chismes de bragueta y anécdotas más patéticas que divertidas alrededor del último de los Pandero. Desde hacía tiempo y por un módico precio, el poeta se prestaba a ejercer de bufón ocasional ante una concurrencia de incondicionales que le reían las gracias y le tiraban de su ácida y mordaz lengua, siempre pronta al disparate y el humor negro. Por supuesto, no han faltado tampoco en estos acercamientos superficiales dos de los tópicos más arraigados cuando de los Panero se trata: uno, el ser hijo del “poeta oficial del franquismo”, de quien un articulista despistado llega a afirmar que fue presidente del Instituto de Estudios Políticos (!); otro, el no menos gastado de considerarlo a él, Leopoldo María, «último poeta maldito».

Gracias a tales tópicos y falsedades se ha ido montando a lo largo de los años el espectáculo de los Panero, un caso sociológico fuera de lo común en nuestra literatura contemporánea, pues no son pocos los que, sin haber hojeado un solo libro de estos escritores, pueden dar cuenta a la perfección de su vida y milagros. Y es que los Panero, actores consumados, han tenido siempre más espectadores que lectores desde que un buen día, ya en las postrimerías del franquismo, la madre –Felicidad Blanc- y los tres hijos –Juan Luis, Leopoldo María y Michi- se plantaran en el estudio de Jaime Chávarri para ofrecerse como personajes de una película que terminaría siendo santo y seña de la Transición española. En aquel drama pirandelliano solo faltó la figura del padre, cuya imagen no se nos mostraba nunca en pantalla. Ni falta que hacía: los comentarios irónicos de la todavía hermosa y elegante viuda, las pullas sardónicas de los tres hermanos bastaron para hacer de él una suerte de monstruo expiatorio, símbolo de todos los males del franquismo. El talento del director para hilvanar aquella verborrea incontinente hizo el resto. El público vio en aquel relato lleno de medias verdades y de enteras mentiras un documento fidedigno. Como diría un narratólogo, la fiction se convirtió en faction, y la película dividió a los espectadores: la vieja guardia, escandalizada, la repudió por obscena, y, por el contrario, las nuevas generaciones conectaron con su mensaje alternativo y posmoderno. Después todos tuvieron su segunda, tercera y hasta cuarta oportunidad para ratificar, rectificar o matizar aquel linchamiento; todos menos el padre, claro. Pero ya ven mis lectores que por este camino voy cayendo en el vicio que criticaba a los paneristas de urgencia: hablar del espectáculo y no de lo que debe interesar, esto es, la obra literaria, si bien o mal hecha, que las opiniones en esto son encontradas.

80 años de poesía

Desde 1936, en que apareció Cantos del ofrecimiento, el único libro publicado por Juan Panero (1908-1937) en la imprenta de Manolo Altoaguirre, hasta este 2014 en que -según anuncian- se publicará póstumo el último poemario de Leopoldo María, son casi ochenta años de sostenida presencia de los Panero en la poesía contemporánea. Como hito fundamental, la obra de Leopoldo Panero (1909-1962), autor de dos poemarios fundamentales en la inmediata posguerra –La estancia vacía (1944) y Escrito a cada instante (1949)-, ejemplos máximos de que Dámaso Alonso llamó “poesía arraigada”; un gran poeta, sin duda, para algunos el mejor de la saga, pero que se ha visto ninguneado por el sectarismo cainita de quienes siguen entendiendo la literatura como un campo de batalla política. Bajo la poderosa sombra de su padre, al que pese a todo admiró mucho, Juan Luis Panero (1942-2013), outsider de la promoción novísima, es autor de una obra discreta, muy inspirada en la lección de Luis Cernuda, tal y como escribíamos al poco de su muerte (LEER 247, noviembre de 2013). Y, en fin, Leopoldo María (1948-2014).

Su progenitor, a quien tanto amó/odió, le dedicó, cuando solo tenía cinco años, un soneto en el que le vaticinaba una infancia vitalicia –“un niño será toda la vida”-, a tono con el que sería mito predilecto suyo, el de Peter Pan. Debía ser por entonces cuando Leopoldo María, que –según el testimonio de su madre, Felicidad Blanc. Se denominaba “poetiso”, escribía ya versos sobre tumbas y esqueletos, es decir, sobre la muerte, tema capital de su lírica. Por aquel entonces el pintor Álvaro Delgado le hizo un retrato vestido de Arlequín; un Arlequín de expresión melancólica que preludia el extraordinario que le haría muchos años después, ya Leopoldo María sumido en su terrible y no pocas veces siniestra locura.

El novísimo se fue

Conviviendo con esa locura, escribiendo contra la psiquiatría y contra los mismos locos, se ha ido forjando la poesía de Leopoldo María. No es obra menor, ni en cantidad ni en calidad, la suya. El irracionalismo de su inspiración –que ha sido objeto de sesudos análisis lacanianos- no contradice su ambiciosa voluntad de estilo e, incluso, cierta tendencia al orden y al sistema. Como en tantos otros poetas, hay en él muchos versos prescindibles, exceso de hojarasca retórica, sobre todo en su última producción, de modo que lo mejor es leerlo en antologías. En relación con su primera etapa, en la órbita de la estética novísima, contamos con una excelente preparada por Jenaro Talens, muy significativamente titulada Agujero llamado Nevermore (1992). Se recogen en ella textos que van desde su primer libro, Por el camino de Swan (1968), hasta los publicados a fines de los 80, entre los cuales destacan los Poemas del manicomio de Mondragón (1987).

Con los novísimos Leopoldo María compartió el deseo de sacar a la poesía española de las casillas en que la había encerrado la práctica de la poesía social y la veneración machadista. En sus versos afloran los grandes nombres de la poesía internacional –Rilke, Eliot, Pound, Benn-, junto a la nueva valoración de la cultura pop, la música rock y, en su caso, el mundo de las drogas, además de una tendencia irrefrenable al mal y la fealdad, de acuerdo con los grandes maudits del XIX: Poe, Baudelaire, Lautréamont... Panero extrema, a ejemplo de los beatniks, la exploración en el mundo del sexo y la escatología, a veces coincidentes, como sucede en “Proyecto de un beso”, brillante elegía amorosa en versos alejandrinos: “Te mataré mañana cuando la luna salga / y el primer soromujo me diga su palabra / te mataré mañana poco antes del alba / cuando estés en el lecho, perdida entre los sueños / y será como cópula o semen en los labios”.

Narciso en el acorde del último de las flautas (1979) es –a mi juicio- el mejor título de esta etapa. Curiosamente, incluye dos poemas que inciden en el tema familiar: «Carta al padre», en que glosa de modo brillante el célebre “Epitafio” de Leopoldo Panero: “Ha muerto / acribillado por los besos de sus hijos...” Más que un kafkiano ajuste de cuentas, es un diálogo imposible con el padre –“solos tú y yo, e irremediablemente / unidos por la muerte”-, para proponer como conclusión un acto de amor no convencional sino incestuoso: «solos yo y tú, mi amada / aquí, bajo esta piedra». El otro, dedicado a la madre aun viva, discurre por terrenos no tan afectuosos, y está lleno de imágenes que recalcan como improperios el sadismo de la madre ante los sufrimientos del hijo, convertido en su espíritu «en teatro / vacío, del que todo pensamiento ha desertado»; un teatro vacío y absurdo que recuerda al espacio desolado de Esperando a Godot.

Locura y lucidez

Con los Poemas del manicomio de Mondragón (1987) comienza una nueva etapa, en la que domina más el poema corto, donde quizá obtiene los mejores resultados a base de un estilo sentencioso que asombra por su concisión y serenidad: “Hombre normal que por un momento / cruzas tu vida con la del esperpento / has de saber que no fue por matar el pelícano / sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros / y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada / de demonio o de dios debo mi ruina”.

La obra posterior (Poesía completa, 2000-2010) fue editada por Visor en 2012 con un prólogo de Túa Blesa, uno de los mejores conocedores de Panero: abismo, miedo, suicidio, esquizofrenia, locura, muerte son los temas que se encaraman a los títulos de estos libros últimos para componer un concierto en el que predomina “la voz de la tiniebla”; una voz en exceso monódica; una suerte de escritura casi automática que vuelve sobre sí misma, para ensartar cita tras cita (a menudo autocitas) en un alarde de erudición poética que, si es un festín para cualquier filólogo que quiera ejercitarse en la intertextualidad, llega a ser cansino y dificultoso para un lector que se acerque por primera vez en sus versos.

“Este es un libro puesto ya en orden por la muerte”, escribió Luis Rosales al frente de El contenido del corazón, dedicado póstumamente a quien fuera su gran amigo Leopoldo María, el clan de los Panero está ya puesto en orden por la muerte. Acabado el espectáculo, ahora solo queda la palabra poética, es decir, la hora de los lectores.

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