martes, 11 de junio de 2013

Reseña: Nueva York después de muerto, de Antonio Hernández, en Calicanto

Lo junto es lo vivo
Javier Lostalé
Revista Calicanto, nº 25, mayo 2013

“Lo junto es lo vivo” escribió Luis Rosales. “Lo junto de lo diverso, la unidad de contrarios” está en la base de la poesía de Antonio Hernández, señala Francisco J. Peñas Bermejo en el prólogo a su obra reunida Insurgencias, publicada por Calambur. Coincidencia en su afán de una escritura total, a la que se suma su fe común en el poder constituyente de la memoria, y en la existencia de una urdimbre existencial fundada en la admiración del poeta gaditano por la obra del autor granadino e iluminada por una profunda amistad. Precisamente esta amistad hizo que sabedor Antonio Hernández de la intención de Rosales de culminar su creación con una trilogía titulada Nueva York después de muerto, proyecto frustrado tras la grave enfermedad que le impidió amanecer cualquier poema, éste se ofreció, sin más alcance que el de un gesto cariñoso, a escribirla, encontrándose con la inesperada respuesta de aquél: “Lo prometido es deuda”. 


Respuesta que unida a esa visión compartida del hecho creador apuntada al principio, ha desembocado de un modo natural, más de veinte años después de la muerte del autor de La casa encendida, en un poemario que con el mismo título pensado por Luis Rosales, Nueva York después de muerto, reúne en una trinidad con respiración unitaria a la ciudad de los rascacielos, a Lorca y al propio Rosales. Todo ello encarnado a través de la voz, en ningún momento impostada, de Antonio Hernández. La editorial Calambur ha prestado también su hogar, tan cálido, a esta obra singular que dejará su huella indeleble en los lectores y que será un ejemplo de un espíritu renovador que nunca, por otra parte, le ha faltado a este poeta miembro destacado de una generación, la del 68, injustamente a veces sepultada entre la del 50 y los novísimos.

Tres libros, y no tres partes, siguiendo quizá el plan pretendido por Rosales, integran Nueva York después de muerto, con lo que el autor nos avisa de que su argumento en cada una de ellas es distinto, y decimos argumento porque la lectura de los poemas nos pone en relación con la biografía de los dos poetas, íntima e histórica, y nos permite instalarnos física y mentalmente en la ciudad mestiza y con almas diversas. Tres libros entre lo cuales, al convivir en un mismo volumen, hay constantemente vasos comunicantes, por eso nuestra lectura debe ser continuada para que esa interrelación existente produzca todos sus frutos intelectuales y emocionales. 


En todos ellos, eso sí, hay una nube de tormenta fija que es el asesinato de Federico García Lorca y la silenciosa herida nunca cicatrizada que la calumnia más infame abrió en Rosales: En Federico quisieron asesinar / lo que es coraza contra la muerte. A Rosales / pretendieron hacerlo cómplice / del crimen. Hay también un diálogo permanente con los dos escritores granadinos, uno vivo y otro muerto, cuyo rostro vemos y tocamos, hasta sentir su latido trabado a su obra. Diálogo en el que se autorretrata también el autor, casi nunca en primera persona, sino que tan sumido está su propio yo en la escritura reveladora de los verdaderos protagonistas, que al revelarlos a ellos se nos muestra entero y desnudo, con toda la capacidad de alumbramiento que tiene su poesía. Es él como dice a quemarropa. 

El primer libro se abre con un encuentro medular entre el poeta del 27 y el del 36 medido por la pasión y el misterio del arte, simbiosis de vida y muerte (…) Sabido es que el hombre recorre / el tiempo sin pasión hasta que otro ser / lo detiene y le muestra / la tenaz maravilla escondida del amor o del arte, / ahí se compagina la vida con la muerte, / la eternidad forma parte de ambas / y una de otra no pueden separarse: / Rosales ya emoción de otra sangre, ya / parte confederada, parte de Federico, / y dueño de un ruiseñor angustiado. / Así comienza la historia, /un granadino que no puede morir, otro / granadino cuya gloria es parte/ de un infierno. Encuentro entrañado en una España cainita pero llena también como escribe el poeta de criaturas inocentes, de ángeles imprecisos bautizados / por las aguas del bien. 

Los versos de Antonio Hernández nos injertan en un Federico en el límite de lo humano, y por tanto símbolo, a través del cual hablan todas las víctimas de nuestra Guerra Civil y, más allá, las que el nazismo y el fascismo engendraron en Europa, y también todos los marginados por amar sin adjetivos. Un Federico sobre el que el destino y el azar se consumaron sin otra victoria que convertir en eterno el tiempo único del misterio y del temblor. Y Nueva York se erige en espacio de contradicción, crisol de culturas, geografía física y humana donde riqueza y pobreza laten entre la sombra oblicua de los rascacielos. 

En ese paisaje, hasta hacerlo táctil, se instala mental y cordialmente el poeta gaditano, multiplicando las referencias literarias que adquieren una especial intensidad al referirse a Poe y su locura iluminadora (…) El Cuervo abrió las alas poderosas / asustando a las nubes, / despejando el espacio, / adelantando el tiempo / y adentrándose en él / como si hubiera retornado el hombre / a su centro temprano. / Si / la Segunda Guerra Mundial / hubiera acaecido cuando Poe volaba, / hubiera levantado las dos manos / y hubiera dicho que lo registrasen, / que era inocente, puro/ que no todos los locos asesinan, / que algunos iluminan el camino, / se queman y consumen alumbrando. 

Nueva York embarazada de Federico (los versos de Poeta en Nueva York son venas de este poemario), es objeto de disensión en el diálogo que Antonio Hernández mantiene con Rosales, más que de disensión yo diría de incomprensión por parte del autor granadino, pues en su tono hay un flujo humano, y es que al hablar nos estrecha entre palabras llenas de libertad y abrazo. 

Precisamente los versos sobre el habla del Premio Cervantes son vertebrales: PORQUE ROSALES HABLABA ASÍ, SENTENCIANDO, / con obuses de oro en la lengua, / dejándole al silencio su parcela fecunda / porque fertilizara su palabra. / Hablaba con prosopopeyas doctas / y una imaginación / muy por encima de sus prejuicios / si la belleza estaba en juego. El habla, la palabra emanación del espíritu, la lengua con pulso de Rosales, trasminada en la voz del autor gaditano, empaña desde el primer momento el segundo libro, basal, dentro de este poemario. 

Respondiendo al TENEMOS QUE HABLAR, TENEMOS QUE HABLAR seria, muy seriamente que siempre él pronunciaba en el momento en que la intimidad abría su horizonte, los poemas de Antonio Hernández son el oído de su maestro, la transpiración de su pensamiento, la reverberación de su amor a la poesía, de su anclaje en la literatura en lengua española. Son asimismo la lentitud que cristaliza en gesto, su humor y desdén, su deseo de comunicarse habitando el origen de todo. Y consciente Antonio Hernández de la urgencia exigida por el propio poemario de que hablase Rosales de Federico, ocupando todo el plano como sucede en este segundo libro (qué confusión tan auroral de registros), el escritor granadino dice: Federico vivía del amor, / estaba enamorado del amor o de alguien, / necesitaba lo mismo al milagro / que al santo y para uno y otro, y para sí, / se acicalaba y reía y empezaba / a llorar al notarse las ojeras / iconoclastas, las arrugas / irreverentes, una cana / de avanzadilla, anunciadora / de uno de sus Apocalipsis (…) era su llanto su inocencia, / su única defensa contra sí, / su antirrevolución. / Federico era un tropel / y era agua bendita, la que cae de los ojos / porque está bendecido el sufrimiento.  

Un médium es Antonio Hernández que convierte en orgánica el alma de Luis Rosales, su cohabitación con el miedo, la hipoteca del ser que representa la vejez, el advenimiento de la enfermedad que nubló su lengua y su mano, la muerte hacia la que caminaba que tuvo su primera manifestación el día de la despedida definitiva de sus libros (…) como aquel día craso de difuntos, / como en aquella ejecución sin pólvora / cuando los funcionarios de la Junta / se llevaron los libros: / cada uno cayendo en las cajas / fue un amortajamiento; el chasquido / del celo cerrándolas, una sangrienta autopsia, / y al alejarse el camión con su vida / embalada, vio de cara el infierno. 

Muchas otras veces ya le acosó la muerte en su permanente memoria de Lorca, por eso antes de que la respiración de Rosales se apagase en este poemario sellador de tanta vida, era necesario que resucitara el poeta granadino y que ambos se encontraran en el espacio puro del primero que hasta de su inocencia hizo remordimiento. 

Y así, obediente a este designio una nueva encarnación de la voz de Antonio Hernández se produce en el tercer libro de Nueva York después de muerto. Encarnación en la que deletreamos a Federico en su vida y en su obra, en su lenguaje y ritmo, en su soplo popular: todos ello trasparece en versos que sin ser suyos lo conciben (…) EL AGUA MUEVE EN EL CIELO / cuatro peces de colores. / También nadan los jilgueros. / Los pájaros por el agua / y los peces por las nubes: / el agua hasta el cielo sube. / Como los niños gitanos / tienen los labios sedientos / beben el cielo en sus manos. / Y luego, cuando uno canta, / parece que se le sale / el cielo por la garganta. 

Granada y Nueva York se tejen también, gracias a la mirada lustral de Federico, en páginas que, al final, nos entregan el testamento, por la sangre escrito, de Rosales. Recibimos esta última voluntad de quien estuvo hecho de naufragios y resurrecciones mientras leemos el último poema de esta obra única, que nos narra su muerte en el Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Allí estuvo Antonio Hernández para sellar un pacto sin tiempo con quien un día dijo como lema de su existencia: “Lo junto es lo vivo”. 

Al cerrar Nueva York después de muerto sentimos cómo la poesía, si es tan honda y verdadera como esta, vence al tiempo y a la muerte, y nos fecunda tanto carnal como espiritualmente. Todo lo integra en su total amanecer.

Javier Lostalé

No hay comentarios: