jueves, 31 de enero de 2013

Reseña: Insurgencias, de Antonio Hernández, en República de las letras

Insurgencias, de Antonio Hernández
Francisco Díaz de Castro
República de las Letras. Revista de la Asociación Colegial de Escritores de España. Número 127. Abril-junio 2012

En torno a la poesía última de Antonio Hernández

La publicación de Insurgencias, la poesía completa de Antonio Hernández, ha ofrecido a los lectores de poesía la posibilidad de leer seguida una impresionante secuencia de quince libros que abarcan desde el juvenil El mar es una tarde con campanas (1965), premio Adonáis y publicado a los veintidós años de edad, hasta el reciente A palo seco (2007), que el poeta ha publicado rondando los sesenta y cinco. Casi todas las edades del autor y de su protagonista poético, tan idénticos, se acogen a ese título global de Insurgencias, tan acertado en todos los aspectos, por la índole del personaje que Hernández ha ido creando a lo largo de treinta y tantos años.

Leer Insurgencias de corrido permite acceder al desarrollo y maduración de una voz poética cercana y directa, reflexiva y vital, cuyo efecto de autenticidad otorga a los textos esa impresión de poemas necesarios que la mejor poesía necesita. Vida y poesía aparecen en todos estos libros estrechamente unidad, desde «La montaña», emblemático poema que abre el primer libro, hasta «Adiós  en Arcos» y «Testamento», que cierran por ahora la poesía del autor. Y decir vida y poesía es decir también Historia y tierras vividas, pues no estamos antes una voz solip sista, sino ante la de alguien que al hablar de sí mismo nos habla también de un tiempo y un espacio muy vividos y muy pensados críticamente, como enlos versos «Andalucía» tercer poema de El mar es una tarde con campanas –«Hasta los jornaleros, en vez de justicia, / resignación decían»– y como hemos podido leer, muy tardíamente, en los poemas inéditos ahora restituidos al libro Oveja negra (1969), obviamente dedicados a un tiempo de soledad que aún se prolongaría demasiado en medio de la mediocridad ambiente denunciada en una irónica «Nueva oda elemental».

Más de novecientas páginas ocupan estas Insurgencias que nos hablan, casi siempre sin elevar el tono y con esa condición a la vez reflexiva y testimonial, del hacerse de un personaje singular y poco frecuente en el panorama poético de la época, por su clara vinculación biográfica, por lo directo de su discurso y, con frecuencia, por lo autocrítico de sus observaciones en torno a los ejes constantes del amor, la memoria, la conciencia histórica y el mundo andaluz. Resulta muy interesante comprobar la fidelidad, la perduración ene este poeta de estos motivos esenciales y de los valores que los sustentan en los poemas. Ciertamente, el estilo y la personalidad de quien habla a partir de Donde da la luz (1978) apenas experimentan variaciones relevantes en la trayectoria posterior, salvando, naturalmente, la especifidad de cada libro. En el recién citado, por ejemplo, se funden los diversos temas protagonistas de toda la poesía de Hernández: Andalucía, y Cádiz en particular, la reflexión histórica y social, el discurso amoroso –ya desde el título– a Mari Luz, siempre presente en toda la poesía de Antonio Hernández desde su primer libro hasta sus últimos poemas, y el homenaje a los poetas andaluces del 27 muertos o exiliados apoyado en el guiño a Rafael Alberti en el poema que cierra el libro, «Poetas andaluces de ahora»: «Igual duran la gloria y la injusticia».

Si la poesía crítica se funde con el homenaje literario en Metaory (1979), Homo loquens (1981), otro de los mejores libros del autor, abre un espacio en el que un mayor intimismo propicia la elevación lírica de algunos poemas y una mayor sencillez expresiva, sin que el autoanálisis lleve nunca a perder pie en los referentes de la realidad colectiva:  «contarme / para hablar de vosotros», ese mecanismo que dota de coherencia y transitividad a esta poesía. Como el propio poeta señala en la nota prologal, subrayando el designio de unidad y autenticidad de sus versos, «mi poesía se percibe como verdad más mía y sin altibajos que definición en su conjunto sucesivo difícilmente inconexo». Cumplen un papel destacado aquí la expresión de una memoria sensorial plasmada en intensas imágenes, el canto a la naturaleza tamizado por la conciencia melancólica del tiempo y también alguno de esos quiebros de humorismo crítico cada vez más presentes en la escritura del poeta y a menudo rubricados con versos memorables: «Excepto el que me habite / todos los enemigos son veniales».

El vitalismo de fondo no excluye las elegías fúnebres ni os emocionados testimonio íntimos de Diezmo de madrugada (1982) y Con tres heridas yo (1983), que introducen en el fluir de esta escritura unas presencias que no dejarán de habitarla en lo sucesivo y que particularizan la reflexión amplia sobre la caducidad –«Vendrá la muerte y no tendrá cuidado»– que dimensiona y da sentido a la autenticidad de un discurso poético que se abre también a la mistad y al homenaje literario. Amor y muerte entrelazados con la intensa evocación de los orígenes y de la infancia en una escritura que enciende «un candil contra la muerte» por más que aprende su condición de pasión inútil frente a la ley mortal de lo que existe: «Contra natura, el verbo, su extensión / decapitada, fruto que a los días / ha de encender con días del pasado».

Con una hondura insólita en su tiempo, evitando caer en los tópicos tan frecuentes en estos temas, Compás errante (1985) constituye un denso canto antropológico y también crítico a Andalucía y al sentido del flamenco y sus voces, y da paso, desde Indumentaria (1986), aúna escritura que imbrica estrechamente la escritura de la memoria con un prolongado ahondamiento en el mundo andaluz. En Indumentaria los poemas breves y las dedicatoria recorren lo vivido en esa especial forma de «infancia recuperada a voluntad» que en Hernández va salvando para la poesía vivencias, nombres y numerosos homenajes particulares, nada imprecisos de acuerdo con la cita de Rilke que los encabeza –«Era poeta y odiaba lo impreciso»–. Un demorado Ubi sunt? que es también una encendida consideración de la naturaleza traza ese recorrido desde la emoción –«Todo me lo han cambiado / por un nudo / en la garganta»– y desde la reconsideración intelectual de una identidad siempre abierta al misterio y a la nostalgia: «Lo triste no es ser viejo / y vivir / sino ser joven en la memoria».

El protagonismo de lo andaluz se expande en dos libros que pueden verse como complementarios y de tono más elevado que hasta ahora: el vitalismo sensorial de Campo lunario (1988), con su emocionante homenaje al mundo gaditano –«Guía secreta de una ciudad del Sur»– y el de la compleja meditación histórica de Lente de agua (1990): «Es más grande mi patria que mi tierra». En ambos la identidad expresiva despliega poemas extensos y estrofas clásicas en esta meditación sobre una identidad integrada en lo colectivo. Esta identidad, que en Campo lunario se abre al misterio de una naturaleza hecha mito y espacio mágico –«Pues más dona el misterio que cuanto ven los ojos»– y se vuelve sobre la misma condición de la escritura poética y el recuerdo literario, en Lente de agua –homenaje, entre otros, a Julio Mariscal Montes–, abarca más ampliamente y a partir de la cita de Américo Castro la entrañada reflexión histórica sobre la realidad histórica de España, judíos, moros y cristianos, Cervantes y Quevedo, el retorno de Alberti, etc.: «patria quebrada, / tunanta, / oposición de ti, / te amo, te amo y beso / con un beso de hijo que te quiere y se ahora [...] porque seas hermana de ti misma, / porque te quieras más, / porque aprendas un rayo de tu historia en que fuiste / puente del alba».

La andadura lenta y reflexiva de poema extenso que Antonio Hernández sigue eligiendo en sus libros siguientes matiza la elegía intimista y andaluza que domina las evocaciones de los alegóricos trenes de Sagrada forma (1994) y que incrementa la reflexión metapoética para dar cuenta de una pasión de escritura que mantiene lo vivido más allá de la conciencia de la pérdida: «Renuncio a esta tristeza, / pero no a sus desvanes / donde están desvelados / los juguetes de un niño». Ese niño, precisamente, es el que habita las evocaciones familiares de Habitación en Arcos (1997), otro de los mejores libros de Antonio Hernández. Si, como decía Unamuno, un poeta llega a ser más universal por ser más auténticamente de su tierra, esa es la vocación de los largos monólogos que componen Habitación en Arcos, recuperando el canto de amor y naturaleza de los orígenes desde otra condición más vivida y sufrida, desde otra edad y desde un vitalismo al que el desengaño no resta intensidad ni pasión.
Los largos poemas de El mundo entero (2001) abren otro tiempo en esa poesía en la que la imaginación cosmológica y la sombra nostálgica de una edad dorada introducen una dimensión mítica que va contrastando progresivamente con los perfiles de la realidad contemporánea y la limita y pone en su sitio desde la distancia crítica. De esos densos poemas poblados de presencias y nombres, de reflexiones y acotaciones de todo tipo, se comienza a desprender un cierto balance desengañado que propicia las modulaciones sarcásticas de un humorismo cuyo carácter sombrío contrasta, no obstante, con la luminosidad del ámbito elemental y con la constancia de la vida duradera de los mitos. Y, sobre todo, con una capacidad evocativa y un voluntarismo vitalista que entre quiebros irónicos y bromas literarias insisten en el retorno a la naturaleza y, sobre todo, en la valía del presente precario de lo que somos porque hemos sido: «Hacer de tripas corazón, gozar. / Tal si el infierno no hubiera existido». Balance, pues, argumentado, crítico y amargo den muchos momentos, pero también agradecido, como expresan los versos finales: «Gracias por el silencio, pues repudio / todo escándalo, excepto / la luz de las campanas, flor del ruido. / Y, en fin, por esta playa / desconcertante y bella, / contradictoria, solitaria / en estas horas, proclamando / que no se puede nada contra el mar, / única criatura que comprende a la noche».

Tras este esquemático recorrido, constancia de un placer de lectura y relectura mías que no he querido ahorrarles, vamos a centrarnos en otro de los grandes libros de Antonio Hernández, el último por ahora. A palo seco (2007) se nos presenta con un aura algo morbosa que puede crear en el lector incauto unas expectativas o unos presupuestos que la falacia biográfica alimenta. La nota inicial del autor nos sitúa, no sé si con algo de ese humor particular que advertimos en muchos de sus textos, ante el resultado de una especie de terapia frente a la enfermedad:

Los poemas de este libro jalonan la evolución de una enfermedad depresiva cuya mejora signa el cambio  de ánimo percibido en ellos a medida que avanza el texto. De esa metamorfosis positiva es responsable en buena medida mi amigo Javier Reverte que, en todo momento me , me ayudó a superar la enfermedad y cada día se empeñó en que escribiera poesía tras siete años sin hacerlo. A él está dedicado, pues, lo que él alentó.

Yo no sé si la escritura puede curar nada por más que su ejercicio alcance a consolarnos. Creo más en la verdad que mencionaba Gustavo Adolfo Bécquer: «Cuando siento no escribo». Es posible que los borradores pergeñados en distintos momentos creativos y en diversos estados de ánimo correspondan a desbordamientos o compensaciones intelectuales o sentimentales, pero me costaría creer que esa hubiera sido solamente la condición de unos poemas y de un conjunto tan serio, tan eficazmente comunicativo y tan bien organizado como el que nos entregó finalmente el autor, con un título, eso sí, muy significativo de su tono dominante y de su falta de complacencia explícita en la faena.
Es verdad que A palo seco nos hace pensar en esos jarabes medicinales que se toman sin edulcorante ni agua o que, en otra acepción, nos remite a la navegación en tiempo de borrasca sin desplegar la vela. O también en una poesía sin adornos, como ha sido en otros momentos la del autor y que aquí adquiere una relevante sencillez para expresar lo que le importa. Sea como sea, el título suele venir después de la escritura y, como le dice a Dios el poeta en el poema así también titulado, «bebe conmigo [...]. Bebe y paga la cuenta».

A palo seco lleva la fecha de 2007. Hasta este libro, después del paréntesis de nueve años que separaba Oveja negra (1969) de Donde da la luz (1978), Antonio Hernández fue publicando sus libros en una secuencia de dos o tres años, cuatro como mucho, hasta El mundo entero, que es de 2001. Siete años de distancia nos sitúan ante una voz poética algo cambiada, más despojada y más directa, planteada en sus primeros pasos desde una perspectiva y en unos tonos muy amargos y oscuros, pero que a lo largo de sus setenta y un poemas van a ir matizándose e irisándose de distintas luces a medida que avanza y dando cabida al homenaje, al canto a la naturaleza, a la memoria de la infancia y al amor, una vez establecidos una seca composición de lugar y unos puntos de partida inapelables sobre la edad, la soledad, los desengaños y la conciencia del cuerpo en deterioro.
Sin embargo, como una de las virtudes literarias de este libro, lo que A palo seco pueda tener de diario poético de una crisis, con sus desajustes previsibles de todo tipo, queda subsumido en una secuencia, sin división ene secciones, claramente pensada y organizada desde el intimismo angustiado hacia la reflexión filosófica, desde la desolación hacia la esperanza, precaria y lúcida, desde luego, y desde el protagonismo de la muerte y la nada hacia la evocación emocionada, el homenaje a la amistad y la poesía y el discurso amoroso. También desde la angustia dominante de la enfermedad y el deterioro propios hacia el ejercicio autocrítico, la crítica social y los registros de un humorismo que testimonian el equilibrio de la voz que culmina su balance con dos serenos poemas testamentarios.

Las dos citas que sirven de epígrafe orientan la lectura. La primera, de André Gide, ajusta adecuadamente las evoluciones de la reflexión poética a lo largo del libro: «Sólo los necios no se contradicen». La segunda, de Hölderlin, subraya las referencias a la divinidad que se van planteando ya desde el principio: «Porque siempre los combatió, los dioses, al fin, lo salvan». Tras estos dos epígrafes, el primer poema, «Fugacidades», sitúa sobriamente el sentimiento temporal del conjunto: vuelta la vista atrás, la belleza del mundo, el amor. los libros y los hijos, el reconocimiento de los demás, cuanto pudo hacernos sentir cerca de la felicidad se percibe amargamente desde la altura de la edad como apenas nada, como un conjunto de brillos fugaces: «Todo, inmisericorde, un centelleo». Es desde ese vértigo de la conciencia temporal desde donde se desmenuza a continuación el contenido del corazón y de la conciencia. Vale la pena destacar también en este poema prologal el protagonismo de la literatura como instrumento de desvelamiento de la realidad, que va a ser a lo largo del libro uno de los hilos temáticos en desarrollo: «Los libros dieron lumbre / a la razón, se hizo el entendimiento / del sueño de otros hombres entregados / a dar con el misterio desde que el mundo es mundo».

Con la referencia a Dios aparece inmediatamente un tono sarcástico que va dominar buena parte del libro. Tanto en «Dios» como en «Los dioses abismados», segundo y tercer poemas, la voz poética juega a la paradoja, un recurso al que el autor nos tiene acostumbrados: la alabanza a un dios creador se torna en reproche: «Loado sea por siempre y alabado / aunque no le podamos perdonar / tanto y tanto dolor». Es el mismo dios que creó a otros «dioses», Kafka, Pessoa, Celan, «pero al final los vuelve locos, locos / para que no se crean sus vecinos». No hay espacio apenas para intuir la trascendencia en este discurso. Y cuando hacia el final del libro se mencione a Dios en la reflexión crítica de «Noticias del día» será para ironizar: «Sigue la vida. ¿Cómo Dios / se va a aburrir, allá arriba, en su palco?».

Muy eficaz resulta, y no solo en los poemas de carácter sarcástico o satírico, el uso del apifonema con que Antonio Hernández suele cerrarlos para intensificar el sentido y su efecto en el lector. Eso sucede también en el poema siguiente, «Así se empieza» o en «La senectud» que, junto a «La soledad» establecen a continuación el predicado de base, el punto de partida de la voz poética y sus desdoblamientos reflexivos: la enfermedad, la creciente conciencia de una soledad interior heladora, entendida como «el ensayo general para la muerte», la idea del suicidio a partir de la cita de Camus –«El único problema filosófico serio es el suicidio»– y que el voluntarismo moral deja a un lado, aprovechando el guiño machadiano: «el último monólogo de la sinceridad / (Quien anda solo espera encontrarse algún día)». «Senectud», en fin, combina ausencias, memorias dolorosas y decadencia física para cerrarse con una lapidaria conclusión que, de momento, sirve para cerrar esta secuencia con un cierto desplante: «Solo queda ir muriendo / con dignidad, sin memoria. / Pues vive entre los muertos quien de recuerdos vive». Sombrío epifonema nuevamente que recuerda a Quevedo o los versos más oscuros del Vicente Aleixandre último y que abre los poemas siguientes a un duro recuento de la cotidianidad del presente y aun planteamiento autocrítico muy interesante que va a prolongarse hasta casi el final del conjunto. 

En «Una edad que ya no trae abril», a la nómina de limitaciones físicas se añade, entre otras reflexiones sentimentales, la del deterioro amoroso –«Una mujer que ya no vive de lo que me ama / sino de lo que me amó»–, que sin embargo y pese a otras alusiones, se relativizará al final del libro en el magnífico «Regalo de amante». Pero se añaden, sobre todo, sarcasmos e ironías que van a propiciar el desarrollo de ese planteamiento autocrítico que es una de las claves del libro: «mi ego, tal vez lo único / que conservo intacto», y «el corazón en la cabeza; no como antes, / que era un pájaro». En «Examen de conciencia» el poeta se dice «demasiadas traiciones, sobre todo a mí mismo. / Rey yo ¿de qué desclasamiento? / ¿A qué precio, a costa de qué ideas?». En este interesante examen de conciencia , directo y con un logrado efecto de sinceridad, destaca la conclusión moral de «La envidia, mala novia»: si el odio, el deseo, la traición o la calumnia pudieron aportar dudosos frutos, «Tan solo cuando manché mi alma / con la envidia no obtuve recompensa / por muy sucia que fuera».
A esta luz inicial de descrédito del propio sujeto también el amor, la belleza, la propia autoestima parecen desvelar su condición engañosa y efímera en «Amor, amor, catástrofe del mundo», de saliniano título, «Degeneración del 68», «De ayer a hoy» o en «Decrepitudes», en el que la conciencia de la decrepitud moral, mucho más que la del deterioro físico, estriba en otra pérdida: «porque el honor es una mota / apenas perceptible en el recuerdo / arrugado, porque ya tengo un precio, / porque antes no olvidaba una promesa. / Y porque por mis venas corre sangre y no amor». Hasta la tentación de la belleza joven –«impostura / de máscara magnífica ofreciéndose»– deja un sabor amargo de «De cuando en cuando», tan clásico y tan cercano a otros poemas de Cernuda, Gil de Biedma o Brines sobre el mismo asunto. Culmina esta zona autocrítica de  A palo seco en «¿Apócrifo?», con una seca conclusión: «¿todo porque me quisieran? / [...] / ¡Solo porque me admiraran! / Pródigo como una fuente. / Como una fuente sedienta».

A lo largo de casi una veintena de poemas el autor ha desplegado un primer tiempo del libro con el repertorio oscuro de sus reflexiones y desengaños: el tiempo, el amor, la decadencia física y moral, la confesión desolada. Un tono amargo domina algunas hermosas imágenes, que no se prodigan de momento, y la serie de sarcasmos e ironías que se suceden en el balance autocrítico. Otro momento diferente se abre a partir del poema «Canción de tumba», con una breve sucesión de cuatro elegías por los muertos propios: la madre, el padre, el hermano, el sobrino Manolo. Otra maestra de la maestría y el dominio de Antonio Hernández la constituye la consecución de una emoción compartible en estos poemas que, siendo poemas con nombres particulares –que ya nos resultan familiares de otros libros anteriores–, elegías íntimas, alcanzan a despertar en el lector la emoción de sus propias experiencias, algo que no es frecuente encontrar en este tipo de poemas, en los que acecha el peligro del desbordamiento y del exceso de patetismo. En cada uno de los cuatro una técnica distinta permite establecer la distancia justa para evitar dicho exceso: en «Canción de tumba» la estructura de canción y la secuencia de preguntas retóricas permiten que el artificio controle la intensidad de la emoción cando, tras las terribles palabras dirigidas a la madre «¿Por qué te echo de menos / si yo no te quería?», en la conclusión el poeta se pregunta: «¿Por qué te has muerto, di? / ¿Para que sea tu hijo / desesperadamente?». En «La paradoja» se subraya la figura retórica que le da el título. Muertos ya quienes de niño le pegaron, padre, hermano, madre, maestro, más lo hizo la vida cuando se los quitó. Un guiño juanramoniano corta en seco la emoción –«La paradoja, Dios, la paradoja»– para que el verso final la recupere en otra dirección: «Ahora, por fin, ya podrán perdonarme».

También otra paráfrasis de Juan Ramón Jiménez viene a distanciar la conclusión del largo diálogo con el hermano muerto en «Cuarenta y tres aniversario»: «como si al recordarte, otra vez, / se hubieran ido los pájaros, / no se hubieran quedado cantando». En «Mi sobrino Manolo», finalmente, la sencillez de su evocación física se enriquece con una secuencia de imágenes sensoriales cuya belleza sirve para que su historia trágica desemboque en la apariencia de otra cosa: «Y se colgó de un árbol para volar más alto y más libre». Para cerrar este segundo momento, el poema «A palo seco», ya mencionado antes, pasa la cuenta a Dios por el dolor que causan sus «experimentos»: «Bebe y paga la cuenta».

Otro tono diferente se instala en el tercio central del libro, menos amargo aunque siempre nostálgico, mas afirmativo aunque siempre irónico cuando no muy crítico. A las elegías sucede una breve secuencia de homenajes y sátiras a diversas personas cuyos nombres, en algún caso, despliegan y continúan aquí la nómina de admiraciones, amistades y también desprecios que jalonan los libros del poeta. Ocupan, por tanto, un espacio intermedio entre las elegías familiares y los poemas de corte más filosófico que vienen a continuación y se prolongan hasta casi el final.
Evidenciando así la pensada ordenación del libro, estos homenajes participan de la elegía, de la admiración y del calor de amistad que dura todavía. En «Generación perdida (Grupo Liza)», la evocación de las ilusiones literarias de grupo juvenil todavía lleva a constatar, en el último verso, que «existe una alegría parecida a las ganas de llorar». Nostálgico y lleno de afecto, «En el restaurante» es un homenaje al poeta y amigo Carlos Álvarez, tan políticamente implicado en la lucha antifranquista, poeta de cárcel y revolución, magnífico ejemplar de corazón solidario y solitario. A «Pepe Luque» se le evoca con emoción, con humor y con un ajustado guiño al «Romance del prisionero»: «Él era libre y ateo. / Dele Marx buen galardón», y de Saramago se elogia sus testimonio de Alzado del suelo, en «Publicidad de un libro». «La notte», sin embargo, se dirige a un «seboso sapo» –se nos pueden ocurrir distintos nombres a cada uno– para establecer distancias que resultan muy actuales, por cierto, entre las posiciones opuestas desde las que quien habla y a quien se dirige critican al Gobierno: «La diferencia está en que yo lo hago / con dolor y usted con alegría». Otra paráfrasis, esta vez de Antonio Machad, cierra con rotundidad el poema: «No quiera confundirme, no pretenda conmigo / que mi lengua suplante a su pistola». También en «El banquete de Dionisio» y en «Auto de fe» el poeta extrema su sarcasmo contra la enseñanza en nuestra generación usando como epígrafe un siniestro verso de José María Pemán: «Los enciclopedistas dulcemente prohibidos». Y, en contraste, dos nuevos homenajes –a Federico García Lorca y a J. M. M., iniciales de julio Mariscal Montes, poeta de Arcos, en «Poeta en cruz»– completan esa serie de poemas con nombre. La cierra, casi en el centro del libro, un poema memorable, el titulado «Cine Ramírez». Seguramente es un fenómeno generacional pronto incomprensible para los lectores jóvenes, pero que conviene anotar porque forma parte de la educación sentimental de varias generaciones: la desaparición de los viejos cines de barrio que proyectaban en sesión continua películas de aventuras o del oeste que quedaron como materia de aventis en nuestra imaginación y en tantos poemas de los sesenta y setenta, además de las novelas de Juan Marsé. Veamos el poema: «Que Sitting Bull me derrote. / Que Nube Negra me siga / por las Montañas Rocosas. / Que se enamore de otro / la más bella del salón. / Que saque el revólver antes / el mastodonte John Wayne. / Que asalten la caravana. / Que en el póker me desplumen. / Pero que no ponga The End / en mi corazón la infancia».

Vale la pena destacar la gracia y la emoción elegíacas de este sencillo poema, que contribuye a subrayar en este libro el valor que a su infancia le otorga el protagonista a lo largo de toda su poesía. Pero también debe destacarse que con este poema entra otro tono, el más tiernamente sentimental del libro, que solo encontramos en contados poemas de un conjunto que, pese a la dureza, al desengaño existencial (que no resulta nuevo en Insurgencias, desde luego9 y a la conciencia de la pérdida dominantes, va remontando hacia un relativo equilibrio, hacia el que se orienta el solitario soneto que ocupa el papel central en A palo seco, y siempre en vilo entre la lucidez y el desasosiego.
A partir de aquí entran en el libro sucesivos poemas en los que los motivos clásicos dan pie a una serie de reflexiones filosóficas sobre el mundo y la naturaleza humana. Enlazan estos motivos con los poemas del libro anterior en los que los mitos y el mundo clásico se contraponen a las realidades contemporáneas. Pero en estos textos, como en otros hacia el final del libro, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito o Heráclito, más que servir de contraste, propician la afirmación continuada de la valía del ser humano. «De aquel encuentro todos heredamos / el don de persistir donde vayamos, / la libertad metódica del viento», dice el poeta a propósito del origen del universo, en una línea en que une Anaxágoras con Stephen Hawking. Menudean ahora las imágenes sensoriales en estos poemas más «disfrutados», más abiertos al lirismo, como en la «Lectura de Empédocles»: «La nube olisqueando por el aire / como un perro benéfico. / El sol que asaetea de afilado. / Tuerta la noche, aunque no hay ojo / más bello que la luna. / Sudor el mar de la tierra, / sal que protege de azul. / El mar, la tierra y el cielo, / rastro en sus contradicciones de que en el cuerpo está el alma». Estos poemas de carácter filosófico enriquecen la diversidad temática y permiten dirigir el sentido del libro hacia la recuperación de un equilibrio que incluso lleva a la consideración de una cierta esperanza. Así, en «Inmensidades», la descripción simbólica del mar –«el mar es como un cielo con orillas / [...] / Su inmensidad es pariente del tiempo / como el olvido hermano de la muerte»– dirige el pensamiento poético a la intuición excepcional de una esperanza en medio del desengaño básico: «A veces tal grandeza nos lleva a la esperanza / de Dios, de Nada cobra su forma de espejismo».
Sin embargo el poeta no parece querer ponerse metafísico más que en contadas ocasiones y dispone a continuación varios poemas de carácter más ligero, la mayoría breves, en lo que se sucede alguna broma sobre la jubilación («Todo menos pasarle / al psiquiatra la nómina. / Menos enloquecer sin una causa de luna»), sobre el olor del paraíso («Si no es humano el Edén, / ¿de qué sirve el corazón, / mi maestro en la emoción y en la belleza?»), o nuevas paradojas: («Y si todo es de la Nada, / ¿qué de la Muerte?»). en poemas sucesivos se glosa al Juan Ramón de «no le toques más» («de desnuda que está nada la luna») y a Paul Éluard: «hay mil muertes pequeñas / pero no existe muerte que repita a la Muerte».

Después de esta especie de interludio en el que han ido entrando en el libro poemas cuya diversidad de tonos y temas ha despejado en parte la oscuridad del comienzo, volvemos al balance crítico, pero ahora en otros tonos y desde una serenidad mayor, que matiza considerablemente los finales del conjunto. Es esta zona final se sitún algunos de los mejores y más interesantes poemas de A palo seco, equilibrando y evidenciando lo cuidado de su estructura. En ellos la vuelta al análisis de la conciencia propicia una nueva mirada crítica y confesional, en la que la ironía y algún que otro toque de humor equilibran y permiten distanciar una diversidad de reflexiones haciéndolas compartibles al lector. Es el caso, por ejemplo, de «El desencanto». Un desencanto que no lo ha causado toda esa serie de personajes que de alguna manera han podio agredir la sensibilidad social o íntima: antiguos amigos vueltos mercachifles del poder público, animadores culturales, reseñistas incultos, moscones cobistas, virtuosos de oropel o intelectuales profundos, esos «estultos sabios / peores que los bobos ignorantes». Ya de por sí la lista podría propiciar un desencanto colectivo que, sin embargo, va más al fondo, a la pérdida de aquel en que nos miramos y pudo habernos enseñado algo, el maestro, al que creí / volcado a la honradez y la justicia. / Rompió mi espejo y aún escupo cristales». Una acertada imagen la de este verso final que transmite desde la percepción sensorial mucho más que una larga explicación.

Al renovado tono moral de buena parte de estos poemas finales le aporta variedad y gracia el valor autoirónico de algunos poemas como «Terapia» y «Honores». Expresar una verdad paradójica con el grano de sal necesario a menudo contribuye a hacerla más patente o creíble: «Me dispongo si hablan / bien de mí en mi presencia. / Y también si no hablan nada de mí o apenas». dice en el primero. Mayor calado tiene «Honores», que despliega, desde la conciencia de quién se es a esas alturas de toda una trayectoria literaria, un largo balance equilibrado y una aguda reflexión personal sobre el oficio de escribir y sobre el reconocimiento colectivo. No se trata de mostrar una falsa modestia ante premios y homenajes, porque «Supongo que lo opuesto todavía es peor / y por eso respeto las condecoraciones», y quién no, si las acepta. Se trata, más bien, de otra cosa, de no perder la conciencia de quién se es y de quién se ha sido, de seguir reconociéndose en la memoria y, sobre todo, de reafirmar con hermosas imágenes aquello de más valioso que ofrece como recompensa el oficio de escribir –y de leer–: «Porque si existe pago es el augurio / que se da en la emoción, esa presencia / del misterio, imprecisa, esa luz de alas, turbia, / con tantas alas torpes como un nido. / Con tantas alas niñas que no obstante / te hacen volar más alto que las nubes».

Entre ironías y referentes clásicos se extiende por estos versos un humorismo que muestra el renovado talante de una voz que ha logrado despojarse del exceso de amargura inicial. Los estoicos consejos del poema «Narciso», por ejemplo, se tiñen de sarcasmo: si debemos cuidar a los enemigos porque ellos son nuestra medida, debemos fortalecernos en el orgullo de lo que la adversidad ha hecho de nosotros, «en esa aristocracia de la luz disidente». El personaje insurgente de toda esta poesía se reafirma en la conclusión de su libro. Lo hace contra la muerte, en «Mitologías ciertas», en su posicionamiento crítico frente a la discordia colectiva, en «Dualismo», «Noticia del día», «Otra noticia de Oriente», etc. Pero también, nuevamente, y con buen humor, frente a sí mismo en «Dulce compañía» le ofrece una sonrisa de refuerzo. Vale la pena citar el final de poema por cómo ilustra un nuevo tono y la disposición moral de este final del libro: «Tengo un amigo que habla bien de mí / y le doy las gracias por su sinceridad / mañanera cuando voy a afeitarme / y me sonríe, pícaro, como diciendo: “Otro día / de aúpa, malabar, sé fanático de ti / pues sin embuste no hay milagro, hermano”. / Y al no poder frenar la carcajada / salta la espuma, eso que somos, corre / opositora a nada por el cristal brillante / una vez hecha líquido, directa al sumidero. / Y entonces salgo al día como la marioneta / que es una pluma al viento / confiado a tan solo una causa: mi Ángel / de la Guarda infantil y fantasioso».

Sin duda el poema que mejor representa el punto de llegada en este proceso de recuperación de todo tipo es “Regalo de amante”, un título que, entre otras cosas, nos recuerda el de Ricardo Molina, y que es quizá el mejor homenaje con que Antonio Hernández podía haber culminado este libro. Un homenaje, quizás el mejor posible en coherencia con los valores poéticos del autor, que comienza reconociendo: «Puede que el alma exista. Yo la he visto / con tantas formas que el caso sería / decidir cuál es la más ajustada». Superior y preciso homenaje a cuanto de lo vivido sobrevive como un milagro en la memoria, desde una tarde de lluvia en el desierto o un pacífico partido de baloncesto entre blancos y negros en Harlem hasta un pase de pecho de Morante de la Puebla. Pero también y, sobre todo, más allá de algunos refunfuños en poemas anteriores del libro, homenaje amoroso a Mari Luz, siempre presente: el alma «en cuatro continentes la he visto desnudarse, / símbolo de los símbolos o síntesis del caos. / Y en Mari Luz cuando, de pronto, / decide que otra vez su boca / quiere cumplir veinte años y un día».

Dos poemas, en fin, cierran el libro con registro testamentario: «Adiós en Arcos» y «Testamento». Arcos ha sido un referente constante en la poesía de Antonio Hernández, escenario de numerosos poemas, espacio real y espacio mítico, protagonista de tantas evocaciones del paraíso de la infancia con su naturaleza siempre acogedora, espacio de raíces y mirador de un mundo prístino alternativo a la realidad histórica. Desde la reiteración de la voluntad de que sus cenizas se esparzan desde la Peña de Arcos para perdurar allí, «con naturalidad, anónimo», el poeta despliega una última descripción emocionada y emocionante de su río y su llano, «Incluso algún jilguero / o un dulce chamariz al picar en las frutas / del Llano de las Huertas / añadirá a su canto algún secreto mío / su inédita sustancia. Y será el canto suave / al que apenas la vida me dio opción».
Más seco, más ceñido a la expresión de un registro moral que es, al fin y al cabo, el que resulta de todo el conjunto: «Que no me coma la envidia, / la peor enfermedad; / que so sepa de venganza / ni aun cumpliéndose en justicia, / que guardián no sea el odio / de una apagada alegría; / que el rencor no me empobrezca / a la hora del balance. / Y que todo sea así / no para ganarme el Cielo, / sino porque vuele en paz / mi ceniza en el olvido».

La poesía de A palo seco arranca desde una desolación y un desajuste existenciales en que la conciencia angustiada del tiempo, el desengaño ante lo colectivo y la desnuda autocrítica ponen algunas de las notas más duras y desgarradas en la poesía de Antonio Hernández. Sin embargo, el valor poético y vital de este libro confesional radica en su plausible construcción de un sentido en última instancia afirmativo, precariamente afirmativo, sin duda, pero que gracias al papel de la memoria, a la capacidad de distanciamiento de sí mismo, nada complaciente por otra parte, y a la convincente autenticidad de sus reflexiones sobre el sentir, sobre la experiencia del deterioro, sobre la fugacidad y la muerte, y también sobre cuanto de trascendente existe en la capacidad creadora del ser humano, construye un magnífico ejemplo de poesía de madurez, o de senectude, como queramos. Un paso adelante en una espléndida trayectoria que, en mi opinión, exige continuidad, porque no desearía en modo alguno que el verso final del libro y de Insurgencias fuese una despedida de la poesía.

miércoles, 30 de enero de 2013

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en Luis Artigue blog de lecturas

La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Luis Artigue blog de lecturas, 25/07/2012

Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957), hijo del panadero de su pueblo, pan él mismo, tras un calvario físico propio y familiar y el fallecimiento de su padre ha hecho acopio de hallazgos extraídos de ese pozo repleto de diamantes que es la adversidad, que es la tristeza: como fecundo resultado acaba de publicar un libro inconmensurable en muchos sentidos, La bicicleta del panadero (Ed. Calambur)… Una reunión de poemas en prosa –poemas de largo aliento salmódico, salmódico al modo judaico, repletos todos de metáforas de alta resolución- fruto del rapto y el recogimiento y que se notan escritos con radical sed de sentido. La muerte, esa palabra incompartible, ese regreso idiota a un universo prelingüístico, es el punto de partida del libro, pero el de llegada es la vida, su contenido, su resumen, su sabor, sus sonidos… Por eso en La bicicleta del panadero salen y están la familia, el paisaje, las lecturas, las canciones, los amigos, la ideología, la fe de los antepasados, los barroquismos privados, los viajes, los cuadros, las ensoñaciones cifradas, los enigmas y, en definitiva, todo lo que al poeta le ha traído hasta aquí y se ha convertido en su cimiento personal. Desentrañando con fascinación metáforas de estos poemas he entendido acaso como al principio, como en aquellos libros que me llevaron un día a enamorarme rendidamente del lirismo, que la poesía es un advenimiento del ser, una afrenta tan certera como oportuna a la intersubjetividad, una disolución de todo convencimiento y, no pocas veces, un final articulado y significativo para el proceso de adivinación que implica la tristeza. A mi juicio pocos poetas como Juan Carlos Mestre nos enseñan a su modo que la metáfora es un vehículo del más allá; una coacción al lenguaje para exprimirlo como si fuera una naranja hasta hacerle expresar al máximo… Pocos poetas como Mestre consiguen decirnos sin decirlo que la metáfora es un ir caminando por las costuras del lenguaje hasta agrandar las fronteras de la comunicación posible. Guardo ya en mi corazón mis poemas favoritos de este libro exigente, difícil de entender y de olvidar, pero en lugar de nombrarlos les recomiendo que se adentren para descubrir los suyos. Tal vez así como yo concluyan que la literatura es una comunicación diferida que trata de remediar la imposibilidad a la que te constriñe la realidad tal como es, y, en tal sentido, es un intento de atraer al que está lejos, es un salvar las distancias, el reconocimiento de una carencia… Pero el alivio de la soledad que implica escribir poesía proviene de un lector agradecido; del reconocimiento cálido a un discurso lírico irradiante y leal con las certezas e incertidumbres del autor… Por eso, querido Juan Carlos, llega ahora tan lejos esta palabra: gracias.


Luis Artigue blog de lecturas

martes, 29 de enero de 2013

Reseña: Poesía experimental española, edición de Alfonso López Gradolí, en El Norte de Castilla

Poesía experimental española (Antología incompleta), edición de Alfonso López Gradolí
Jorge de Arco
El Norte de Castilla, 30/06/2012

La imaginación por bandera


En el año 2007, la editorial Calambur, daba a la luz Poesía Visual Española (Antología incompleta), volumen que incluía cincuenta y siete autores y que recogía una breve muestra de sus más significativas creaciones. Aquella compilación, abarcaba desde 1965 a la actualidad, si bien en España este singular género cumple ahora su primer centenario.

A medio camino entre la plástica y la escritura e influida de manera acentuada por las corrientes vanguardistas de primeros del siglo XX –surrealismo, creacionismo, futurismo–, esta poesía visual «se convierte en la poesía experimental de nuestro tiempo », en palabras de Joan Brossa.

El poeta catalán (1919-1998) –uno de los máximos defensores del mestizaje del arte y la literatura–, escribía movido por un impulso interior que buscaba comunicación y para ello se valía de todos los medios a su alcance con un afán original y totalizador: «Suelen bastarme el hombre y su misterio», dejó dicho enunendecasílabo que resume de manera precisa el conjunto de su amplísimo quehacer.
Y si traigo a colación a este prestidigitador de la palabra, es con motivo de la reciente edición de Poesía Experimental Española (Antología incompleta), que completa –valga la redundancia–, la citada anteriormente.

Este florilegio cuenta, de nuevo, con el meritorio trabajo de Alfonso López Gradolí, quien ha dedicado en la última década un abundoso estudio al desarrollo y asentamiento de esta manifestación artística. Valga recordar su volumen aparecido en 2008 bajo el título de La escritura mirada. Una aproximación a la poesía experimental española.El propio López Gradolí, afirma en su prefacio: «En esta colección de poemas mostramos la obra demás de sesenta autores que trabajan en prácticas no propias de la poesía tradicional y de otros que desarrollan un quehacer con el lenguaje inmerso en el terreno de la plástica y, a veces, cercano a ciertas experiencias musicales. Coexisten poetas que han publicado textos de los que se denomina poesía discursiva o narrativa, con artistas plásticos que trabajan en una parcela del experimentalismo como es la poesía visual».

Con estos mimbres, es fácil imaginar que el lector tiene ante sí un variadísimo abanico de propuestas, donde conviven la trasgresión, el desafío, lo asociativo, lo simbólico…, y todo ello tamizado por la intrínseca magia que se esconde tras la significación primigenia de cada palabra.

«No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación», afirmaba André Breton en Primer Manifiesto Surrealista. Y sin duda, que jugar con el lenguaje, adornarlo con otros gestos, someterlo a variados experimentos, apostar por su solícita espontaneidad, romper su lógica, llevarlo hasta los límites de su significancia…, no son sino maneras de hacer muy distintas y muy válidas y que exigen, también, un compromiso incesante en la búsqueda novedosos discursos.

Por la carga gráfica que lleva implícita esta antología y por su sobresaliente variedad, no es sencillo escoger muestras representativas de cuanto aquí se ha seleccionado. Pero de entre ellas, cito de manera únicamente orientativa, la originalidad de José Luis Castillejo (Sevilla, 1930), el lúdico atrevimiento de Mikel Jaúregui (Bilbao, 1948), la llamativa luminosidad de Juan Ricardo Montaña (Don Benito, 1949), la irónica denuncia de Javier Seco Goñi (Madrid, 1958), la frescura de Yolanda Pérez Herreras (Madrid, 1964), o las lumínicas composiciones de Gonzalo Torné (Jerez de la Frontera, 1949).

A su vez, hay autores, que tienen en la palabra su arma verdadera y a través de ella, crean, recrean y descrean su atlas personal. Cito algunos nombres y ejemplos de manera tan solo representativa: los destellos naturales de Emilia Oliva (Palencia, 1957): «luego en nueva york/ ganado ya su mar de libertad/ observa ahora/ un rayo intenso que se yergue/ renovar los aires/ y como siempre ocurre/ latitud de cuerda fue a poco»; el verso torrencial de Isabel Alamar Torró (Valencia, 1970): «Después de una riada de artículos, sinestesias y tropos/ y justo en medio de nuestros dos pronombres atomizados/ en lacerante sintaxis con muchas dosis de vértigo»; o el impetuoso ingenio de Daniel Aldaya (Pamplona, 1976): «Concurso Literario: Envía un SMS urgente/ con el texto JULIETADORMIDA/ al móvil de Romeo/ y así evitarás que se suicide por amor».

Al cabo, un atractivo y renovado compendio de autores, que anhelan la búsqueda del secreto de la existencia artística y literaria más allá de la palpable cotidianeidad.

lunes, 28 de enero de 2013

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en el blog: Encuentros de lecturas

La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Blog: Encuentros de lecturas, 27/06/2012


Equipaje de vacaciones. Poesía

Calambur acaba de publicar La bicicleta del panadero, la última y abundante entrega poética de Juan Carlos Mestre. Su ambición imaginativa, su desobediencia reivindicativa, su ruptura con la sintaxis previsible, su alternativa a la semántica convencional hacen de esta poesía una actividad fundacional desde la que se defiende la posibilidad de la utopía. Al alto voltaje poético, simbólico y verbal que contienen los libros del autor, se suma aquí un torrente circulatorio que se alimenta de lo más hondo de la experiencia y de la memoria, del conocimiento del dolor y de la reivindicación de la felicidad.

Yo es otro, escribió Rimbaud cuando colocaba una de las piedras maestras de la conciencia contemporánea. Y aquí también el poeta se proyecta en un sujeto múltiple (el dudoso o el carpintero, el sastre melancólico o el desconsolado en su equinoccio) para revelar lo invisible –como sus maestros Lautreamont, Pérez Estrada, Gamoneda o Lezama Lima- a través de la luz de la palabra, para hacer del lenguaje no sólo un fuego que ilumine la noche de la tribu, sino también una vía de conocimiento del mundo desde la oscuridad y la intemperie, desde las raíces últimas de la sangre.

Ética y verdad, poesía que es a la vez sublevación civil y estética, defensa de la desobediencia y la creatividad, de la insumisión verbal y la libertad imaginativa. Frente al espanto del silencio cómplice o cobarde, he aquí un testigo: uno de los alucinados hijos de Orfeo que evoca en estas páginas el hijo del panadero de Villafranca del Bierzo, una de las voces verdaderas e imprescindibles de la poesía española actual.


Encuentros de lecturas

viernes, 25 de enero de 2013

Reseña: Especímenes tipográficos españoles. Catalogación y estudio de las muestras de letras impresas hasta el año 1833, de Albert Corbeto, en Cuadernos de Aleph

Especímenes tipográficos españoles. Catalogación y estudio de las muestras de letras impresas hasta el año 1833, de Albert Corbeto
Guillermo Gómez Sánchez-Ferrer
Cuadernos de Aleph, número 4, 2012 

Breve historia de las letras españolas
 

Hace ahora apenas unos días que la prensa española celebraba la llegada a las librerías de la Península del ensayo de humor Es mi tipo. Un libro sobre fuentes tipográficas del periodista británico Simon Garfield como fruto de una tradición puramente inglesa, cristalizada en diversos estudios sobre historia de la imprenta, en contraposición con «el profundo analfabetismo tipográfico de nuestro país». Sin embargo, los aficionados a los estudios bibliográficos sabrán que el año pasado Albert Corbeto, historiador del arte vinculado profesionalmente a la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona dedicado al estudio de la imprenta y la tipografía españolas, publicaba en la editorial Calambur su estudio Especímenes tipográficos españoles, que poco tiene que envidiar al libro de Garfield. Quien se adentre en las páginas del volumen publicado dentro de la colección Biblioteca Litterae, consagrada en exclusiva a estudios relacionados con la historia del libro, se encontrará con el mundo de la imprenta manual y el comercio que detrás de ella existió tanto de tipos –promocionados en hojas sueltas con las nuevas muestras de letras– como de otros materiales relacionados con el oficio del editor-impresor.

Es de justicia señalar que ha sido larga la ausencia por parte de los estudiosos –bibliógrafos e historiadores– a la hora de atender a la industria tipográfica, objeto igualmente interesante para la literatura, pues con tipos se componen los textos que se dan a las prensas, y para la historia del arte, pues el diseño de las letrerías y su composición en el taller de imprenta responden también a una intención estética. Además, si hasta principios del siglo XX esta disciplina no tuvo la suerte de contar con un estudio de conjunto, a partir de la aparición delos Printing types. Their history, forms and use (Harvard University Press, 1922) del tipógrafo estadounidense Daniel B. Updike poco más se ha avanzado en el conocimiento de los juegos de letras diseñados por artesanos españoles. Llenando ese hueco que hasta ahora teníamos en la historia de la imprenta, Albert Corbeto ha escrito una breve historia de las letras españolas –literalmente– a partir de las muestras impresas que se han podido recuperar desde finales del siglo XVII, cuando los primeros abridores de punzones se propusieron crear un mercado interno en la Península que permitiese el autoabastecimiento, hasta 1833, año del último pliego de letras conservado antes de la muerte de Fernando VII y testimonio de las postrimerías de la impresión de textos de manera tradicional.

La historia de la etapa dorada de la tipografía española que aquí se traza es el reflejo más familiar de una realidad sociopolítica más amplia, es la intrahistoria del mercado del libro durante algo más de siglo y medio en el que las prensas españolas conocieron desde el teatro de Calderón de la Barca hasta los primeros artículos de Mariano José de Larra recogidos en los periódicos de principios del XIX.

El curioso lego disfrutará con la lectura de los Especímenes tipográficos, a poco que se arme de paciencia para no desistir ante un discurso demasiado histórico, cuando descubra que las fuentes de letra que suele utilizaren su ordenador nacieron hace varios siglos de la mano de orfebres como Garamond –curiosamente llamado igual que el tipo de letra que aparece en su procesador de texto–, Ganjon, Le Bé, Guyot, Haultin o van denKeere o cuando descubra que lo que hoy la informática mide en puntos, se medía antes en grados de nombres tan sonoros como Glosilla, Breviario, Lectura, Atanasia, Texto, Parangona o Peticanon.

Al filólogo y al historiador, sin embargo, le interesará más saber que las vicisitudes de los impresores y tipógrafos siempre estuvieron ligadas al favor de los gobernantes y que el fracaso continuado de la industria española en el diseño de tipos desde el primer intento de Pedro Dises, allá por los últimos años del siglo XVII, no ha tenido mejor suerte más tarde a pesar de que las inversiones ocasionales nos hayan dejado joyas como la edición hecha por Joaquín Ibarra de La conjuración de Catalina de Cayo Salustio (el Salustio) impresa con los tipos diseñados por Antonio Espinosa de los Monteros, probablemente el punzonista más importante de nuestro país, que mereció ser considerada como «la gran obra maestra de la imprenta española» (38). Tal y como explica Corbeto en las páginas de la introducción del libro, tras un rebrote por el interés tipográfico que tiene su cumbre en la segunda mitad del siglo XVIII, el estado atiende a la formación de punzonistas conforme a su situación económica y la cultura de los dirigentes que ven en ello alternativamente un gasto o una inversión que redunde en beneficio de la propia Imprenta Real, institución que a la postre imprimía buen número de textos estatales. Y todo ello a pesar de que en España es donde tenemos uno de los primeros muestrarios de letras de imprenta, mucho anterior a los especímenes específicamente creados para la venta de material de los que nos habla Corbeto, que es el Arte subtilissima por la cual se enseña a escribir perfectamente de Juan de Icíar (Zaragoza, Pedro Bernuz, 1550); y todo ello a pesar de que en España tenemos uno de los primeros tratados de composición dedicado a los impresores, la Institución y origen del arte de la imprenta de Alonso Víctor de Paredes (c. 1680).

A través del estudio de la venta de letrerías y del diseño de nuevas caligrafías Albert Corbeto nos está dando el envés de la sociedad difundida en letras de molde en su realidad más comercial, con brevísimas excursiones hacia los impresores que durante más de siglo y medio proveyeron de lectura a los aficionados a la literatura. No deja de ser significativo, desde un punto de vista sociológico y literario, saber que la magna edición del Quijote que preparó Joaquín Ibarra (Madrid, 1780) para la Real Academia Española vio la luz en todo su esplendor gracias a la nueva fundición de la tipografía de Jerónimo Gil que se guardaban en la Real Biblioteca. Del mismo modo, los interesados en la prensa del siglo XVIII no pasarán por alto el hecho de que tanto el Mercurio como la Gaceta tuvieron desde el principio algún tipo de privilegio real que ayudara a hacer realidad esos periódicos, salvando así «el alto coste de los juegos de matrices y la dificultad que para un impresor particular suponía su importación de los centro productores europeos» (45), y que no tardó el Estado en comprar ambas publicaciones junto con los correspondientes materiales utilizados por Miguel José Daoiz y Francisco Miguel Goyenche, respectivamente, provocando con ello que durante el último tercio del siglo XVIII la Imprenta Real se convirtiese en la Imprenta de la Gaceta.

Aún más les interesará saber a los conocedores de la literatura y la cultura (pre)romántica que «a principios del siglo XIX el público lector ya no requería tan solo libros sino también otro materiales de información práctica, como periódicos, catálogos comerciales, carteles, anuncios, etcétera. Los nuevos impresos que demandaban las sociedades surgidas de la revolución industrial estimularon las fundiciones tipográficas»(60). Los incipientes lectores de artículos políticos, de leyendas o de cuadros de costumbres se acercaron a la literatura de manera masiva y por primera vez desde la doble experiencia estética que implica tanto el contenido del libro como su presentación en página, asociada a los avances técnicos y la facilidad de difusión –de textos e imágenes– que ello supuso. Los diseñadores de tipos en esta época, como lo demuestran las Muestras de los caracteres de la fundición de J. B. Clement-Sturme (1831), no debían de ser ajenos a la presencia de ese público lector cada vez más abundante y cada vez menos cultivado que accedía ahora a la letra impresa. Es muy probable que esta sea la razón de que quienes se dedican al diseño de nuevos tipos aboguen por unas letrerías de grado mayor que la omnipresente Lectura de épocas pasadas y por diseños de fantasía antes inexistentes.

El mérito de Corbeto en este libro es doble: no solo ha sido capaz de plantearnos el panorama de una de las realidades culturales más ocultas de la historia del libro sino que además ha descrito y clasificado, tras una breve nota metodológica (en el segundo apartado de la monografía), todas las muestras de tipos conservadas en las secciones tercera y cuarta del libro. En estos capítulos ofrece reproducciones parciales de setenta y dos de esos pliegos comerciales minuciosamente analizados en las partes anteriores, lo que convierte los Especímenes tipográficos españoles en una obra de consulta para todos los investigadores que se sirvan de las bondades de la bibliografía material a la hora de trabajar con el fondo antiguo y estudiar la difusión y recepción de los textos compuestos durante la época de la imprenta manual.

El libro termina con un índice de punzonistas, fundidores e impresores y un registro de la localización de los ejemplares mencionados en el trabajo que facilitan el trabajo a quienes sigan esta línea de investigación que ha despertado muy recientemente la atención de estudiosos y tipógrafos de la era digital de manera paralela. No cabe duda de que la obra de Corbeto fija la dirección que habrán de seguir los estudios tipográficos y da los primeros pasos hacia una mejor comprensión del mercado del libro español anterior a 1833.

jueves, 24 de enero de 2013

Novedad: Paseos literarios por la Europa intercontinental, de Margarita Alfaro, Yolanda García y Beatriz Mangada

Paseos Literarios por la Europa Intercultural
Margarita Alfaro, Yolanda García y Beatriz Mangada (coord.)
Calambur. Ensayo, 6. Madrid, 2013. 208 p.  ISBN: 978-84-8359-225-0. PVP. 18,00
Libro y CD

Paseos literarios por la Europa intercultural reúne un conjunto de estudios literarios relativos a autores y autoras de orígenes diversos que enriquecen el panorama literario actual europeo cada vez más orientado hacia la interculturalidad. Se trata de un volumen colec­tivo en el que tienen cabida escritores cuyas representaciones literarias son ilustrativas del mundo francófono (Vassilis Alexakis, Djavann Chahdortt, Andrée Chédid, Agota Kristof, Ana Novac, Wei-Wei), germanoparlante (Irena Breˇzná, Yoko Tawada), árabe (Adonis, Mahmud Darwish) y portugués (José Eduardo Agualusa, Mia Couto). Cada una de las lenguas de escritura elegidas (francés, alemán, árabe y portugués) son un ejemplo de la riqueza del mosaico lingüístico europeo y de las posibilidades estéticas y expresivas que ofrece.

Además de los análisis estético-literarios de los autores y de las obras seleccionadas, cada aportación desarrolla un material didáctico de apoyo (traducción, glosario y pautas de expresión oral y escrita) para las clases de lenguas extranjeras en el nivel de Bachille­rato. Las autoras han apostado por ofrecer una herramienta metodológica novedosa que permite ampliar el aprendizaje de las competencias lingüísticas y abrir el horizonte hacia la sensibilización de las competencias interculturales desde la perspectiva literaria.

Reseña: 28010, de Marta Agudo, en Barataria

28010, de Marta Agudo
José Luis Gracia Mosteo
Barataria. Revista de la Asociación Aragonesa de Amigos del Libro, junio – diciembre 2012



Entre la incesante publicación de poesía, dos libros hay que merece la pena destacar y que han llamado nuestra atención últimamente por hurgar en el trasfondo de la realidad con el verso: 28.010 de Marta Agudo y Del verbo y la belleza de María Pilar Martínez Barca, dos poemarios (que no libros de poesía por su carácter conceptual) que quiebran la física buscando detrás de ella y encontrando respuestas opuestas.

28.010 es un libro pero también una experiencia de lectura ensimismante y catártica, algo así como la ingestión de uno de aquellos hongos de peyote que usaban Carlos Castaneda y sus maestros don Juan y don Genaro para bucear dentro de sí. Sin embargo, no es la droga lo que utiliza la poeta sino la gramática, algo que puede producir asombro en el lector pero que pertenece a una tradición en la que encontramos a Stephane Mallarmé, Paul Valéry, Pedro Salinas, José Ángel Valente, Paul Celan o Antonio Gamoneda; una tradición en la que Marta Agudo desembarca con originalidad extrema como puede verse en el libro y su anterior poemario Fragmento (2004).

Decía Borges que la gramática es la filosofía de la lengua, una serie de códigos, deducimos nosotros, que vertebran y explican la interpretación de la realidad, construidos como estamos de palabras, construida como está de signos que la comprenden e inventan (la lengua es la victoria de Platón sobre Aristóteles: para ver lo de fuera, debemos tener un descodificador dentro); y añadía, por su parte, E. M. Cioran en su Breviario de Podredumbre que “Si por azar las palabras se volatilizaran, nos sumergiríamos en una angustia y alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y horror. Bautizando las cosas y sucesos eludimos lo Inexplicable”, algo que Marta Agudo sabe bien cuando se pone ante el espejo de la gramática y pregunta: “¿Quién soy?”, “¿Qué hago aquí?”, a lo que la sintaxis y morfología parecen responder: “Nadie” o “Nada”, lucida, lucidísima como es, “Solo un lugar ocupado por la materia, un distrito postal en el vacío pues el tiempo (“Imagen móvil de la eternidad”, según Platón) no existe.“Entonces, la escritora intenta forzar las rejas del lenguaje (Sprachgitter, las llamó Celan en 1959) para aclarar la res-puesta, pero sólo descubre que no es más que “ficción” (palabra que cierra el libro) y “soledad”, pues está, estamos, encerrada en la carne y las palabras... 28.010, lo dijimos, es toda una experiencia sobre la que podríamos seguir hablando durante horas, pero es mejor su lectura; filosofía y belleza en unos versos que conmueven y horrorizan por su voz y significado; un libro imprescindible.

miércoles, 23 de enero de 2013

Reseña: El niño que bebió agua de brújula, de Julio Mas Alcaraz, en el blog I faked Roger Rabbit

El niño que bebió agua de brújula, de Julio Mas Alcaraz
Unai Velasco 
Blog I faked Roger Rabbit, 18/01/2013

Agua que no has de beber  
 
Desde su aparición a finales de 2011 en la colección de poesía de Calambur, el segundo poemario de Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) ­—el primero fue Cría del ser humano— se ha convertido, quizá, en el libro mejor saludado por la crítica durante 2012. La demora para escribir estas líneas ha sido, por lo menos, positiva para tomar nota de una recepción particular. Para empezar, causan sorpresa los nombres que Mas convoca en los agradecimientos: Gamoneda, Doce, Mestre, Ada Salas o Ana Gorría. Esto, claro está, no es poéticamente relevante; pero que un autor joven y hasta ahora poco conocido como poeta obtenga el explícito beneplácito de un grande como Gamoneda (véase el frontispicio con que abre el libro el asturiano)  es, como poco, para rascarse la curiosidad. A estos nombres cabe añadir el consenso de las reseñas en blogs y suplementos, e incluso del colectivo online de contracrítica Adison de Witt, que lo eligió mejor libro de 2011.

Otra de las cosas que sorprende de El niño que bebió agua de brújula es su extensión: doscientas páginas. Sorprende porque no suele ser habitual, hoy por lo menos, encontrar en la poesía joven un libro que supere las noventa. Pero sobre todo sorprende porque, precisamente, este es un libro del que se ha destacado, más bien, su vocación intensiva: un libro construido hacia dentro (parafraseo) que establece una relación particular con las cosas, a la inversa de la relación in extensio que se produce normalmente con el lenguaje. La escritura de Mas Alcaraz, entonces, abriría una grieta, un mundo infrareferencial, por donde se colaría el lector arrastrado por la palabra del poeta madrileño, espectador de un tiempo distinto. Pero en mi opinión esto no es así. O, si acaso, no de este modo exactamente. Alcaraz, como toda su generación (de Pardo a Canteli), escribe a sabiendas de que la relación entre mundo y lenguaje es inestable. No quiero decir con esto que nuestro autor pertenezca a ese tipo de poesía que aborda la problemática del lenguaje (en este sentido, me parece que Mas Alcaraz hace alusión pero en seguida suelta ese “lastre” para proponer un recorrido más, digamos, placentero, menos teórico). Ubicación y pérdida,  memoria y amnesia, fragmento y continuidad, me parecen materiales de un mismo mundo poético asumido con tranquilidad, sin aspaviento. Decir —decir poéticamente­— conlleva peligros, implica un acto de lenguaje intensivo, inscribir lo que se dice en otro sitio, en otro mundo. No hay nada ni antes ni después de la metáfora, porque un verso siempre es paralelo a nuestra experiencia. El viaje hacia dentro, me parece a mí cuanto menos, es un presupuesto del acto poético. ¿A qué se refiere Mas Alcaraz, entonces, cuando pone la atención sobre esa agua de brújula administrada como un aprendizaje forzoso que el poema niega? Esa agua que no se ha de beber, ubicativa, garante del orden, que direcciona el mundo de forma unívoca, no se enfrenta tanto a una idea cosmogónica de la escritura (el poeta como creador de un mundo con sus propias reglas, con imanes dispares), porque esto, decía, se le presupone a día de hoy al poeta en su ejercicio, independientemente de si el asunto sale a flote tematizado; más bien propone una investigación telúrica. Diría que el niño de Mas Alcaraz no pretende una desubicación por vía poética, un au-delà, sino la recuperación de una simpatía profunda con el mundo, con la realidad. El mundo, el dolor del mundo concretamente, brújula en mano, es incomprensible. No se trata de abandonarlo y abonar otro terreno de edificación, sino de hincar la rodilla en el suelo, pegar el oído y auscultar, oír cómo la realidad respira. La propuesta de Mas Alcaraz puede que tenga más que ver con la comprensión que con la creación autárquica. Y para ello nos depara un viaje. Un viaje que exige abandonar la brújula para beber de otro agua, un viaje del que partimos arrodillados.

Las formas de este viaje son las de la intensión poética. En ese sentido, Mas Alcaraz prefiere que comprendamos el mundo intuyéndolo, y nos expulsa poco a poco de la comprensión, para tomarle cada vez más el pulso. Aquí está, según creo, una de las cosas que hacen más interesante este poemario: recorrer una distancia extensiva, desde la intensión propia del hecho poético. En este sentido, este es un libro realmente duro, doloroso, exigente, que nos obliga a avanzar de un modo que parece proscribir la idea misma de desplazamiento. Pero esa es su gracia, desplazarse así. Pero desplazarse, doscientas páginas, con la seguridad de que no perdemos cierta creencia moderna en el sentido, porque nos dirigimos a alguna parte, sin duda. Esta idea de desarrollo que tiene el libro rompe, a mi gusto, cierta idea poética contemporánea que piensa la creación en el vacío, como un fogonazo en la imaginación (el poema como artefacto estético breve que ya está en Poe y sus principios compositivos), y que se presta a una escritura breve pero esforzada. El niño que bebió agua de brújula camina entre dos aguas, la incursión y la andadura, y lo atraviesa el cansancio: leemos el libro en una mal postura, sin saber bien bien qué conducta adoptar como lectores, si perseguir el sentido emergente, saltando de roca en roca, o dejarnos hundir de un modo definitivo. Un modo pendular, como han llamado a esto algunos en la última década.

Una de las cosas que resultan más extrañas en la recepción de este libro es que nadie ha apostado por la descripción argumental. ¿Qué sucede exactamente en los versos de Alcaraz? ¿Nos cuenta algo concreto? Por lo que yo sé, la crítica ha maniobrado de forma concéntrica.

Como bien ha apuntado Raúl Quinto en su crítica en la revista Quimera del mes de mayo, en Mas Alcaraz hay algo —hay bastante— de la mística. Esto no es descabellado si a la tradición mística castellana le sumamos la norteamericana (según Jeannette Clariond en su prólogo a La escuela de Wallace Stevens, la poesía estadounidense habría recibido una honda influencia de la española) y tenemos en cuenta que nuestro autor es traductor del inglés y conoce bien la poesía de ultramar. Mística entonces, digo; este poemario puede leerse como una vía mística, un ejercicio espiritual para comprender mejor el mundo. Los distintos tiempos (Tiempo 4, primero, y luego el Tiempo 1, Tiempo 2… hasta el Tiempo 8) no son tanto una reconfiguración poética del mundo, una percepción fragmentaria y no lineal donde el sujeto es la medida,  sino una escalera (en la tradición del neoplatonismo o de la cábala), las distintas etapas de una vía interior a las que el autor denomina “tiempos”. Veamos ahora, para terminar, si podemos intentar una interpretación algo más clara —y desdeñable, por ser un mero acercamiento prosaico— del asunto del libro.

El niño que bebió agua de brújula, me atrevería a decir, parte de un hecho muy concreto: la muerte de un ser amado. Inicialmente me pareció que podíamos pensar en la muerte de la madre, pero tengo mis dudas: en cualquier caso una persona amada perteneciente a la intimidad del yo poético.  Aunque los poemas funcionen como acumulación de escenas o paisajes mínimos que se abren para cerrarse sobre sí mismos al cabo, la escritura contiene una claridad significativa. Estas escenas tienen una complejidad añadida (confesada a su vez por Alcaraz): hay una variación de puntos de vista que moldea el poema y, como pago, lo intrinca. El ‘Tiempo 4’ que inaugura el libro pone un cuerpo enfermo sobre la escena de forma explícita. El cuerpo de la enfermedad es el punto de partida decisivo, porque es la mínima marca de la ausencia, o al revés, la última señal de la presencia. Ahí y solo ahí ­—el resto es capitalizado por la escritura— tiene el viaje su principio. Este tiempo de muerte presentida es, quizá, posterior en los acontecimientos, pero la memoria lo sitúa en primer lugar. Me parece que es más bien una cuestión de memoria (la distensión del alma de la que hablaba San Agustín) antes que la reordenación típica del creador posmoderno. Si el primero era el tiempo de la emoción central, que solicita la voz, el ‘Tiempo 1’ ya tiene la marca de la escritura. Los paisajes de Alcaraz darán cuenta, con cierto aire simbolista, de la encarnación de la pérdida, el enfermo en la ciudad: esto es, el cuerpo doliente y lamentado, como literalidad. La relación del yo con el dolor es de tipo elegíaco, el sujeto anda suelto y siente.

El ‘Tiempo 2’ comienza el desarrollo ascendente, el yo se mueve entre el recuerdo o la pesadilla y el intento de comprender el dolor por vía ataráxica: aislar la emoción, observarla y de este modo lograr que se apacigüe: “El dolor más intenso / y puro. /Que sólo quede él. // Hasta que el viento frío. / Hasta que el vértigo”, poema IX. El ‘Tiempo 3’ aumenta la paleta de colores del libro y nos acerca a la zona del delirio, el sueño, la plegaria, con un fondo solemne y oscuro, que a veces recuerda los dejes del expresionismo. Esta contorsión tiene que ver con la primera enajenación del sujeto, que ya no recorre el mundo de los vivos. El ‘Tiempo 5’ comienza con una estrofa mínima, una sentencia moral que tiende un puente entre la endecha y la comprensión de la muerte: poema I, “Tiempo de irse y dejar / la casa de los espejos tapados”. Si comenzábamos en la ciudad, ahora el autor está fuera, al descubierto, con incursiones recurrentes en el sublime pictórico para expresar este estadio mayor del alma; la etapa termina con el imaginario tribal, mítico, de los cultos dionisíacos que enlazan vida y muerte en un ciclo necesario. El yo poético va adquiriendo, cada vez más, una voz autorizada, poética, para explicar el mundo. En el ‘Tiempo 6’ seguimos esa misma senda: la visión de la realidad como fuerzas telúricas enfrentadas. Una violencia que, sin embargo, es verdadera y, por lo tanto —siguiendo una visión platónica—, resulta  de gran belleza. Tanto el ‘Tiempo 7’ como el ‘Tiempo 8’ consolidan el recorrido, allegándonos a los orígenes. La parte séptima se sirve para ello de unas formas desérticas que nos recuerdan a la tradición de Valente, Jabès o los poetas tinerfeños, con Sánchez Robayna a la cabeza. La última parte, en cambio, recupera el talante simbólico con alusiones mitológicas que nos demuestran que hemos llevado a cabo un viaje con el espíritu: “consciente y lúcido     parado el respirar // lejanos Maya y Malkuth // ahora es paz la muerte”, poema XVII. Recordemos que Maya es como llama el hinduismo a la realidad perceptible (el mundo sensitivo de Platón); mientras que Malkuth es una de las diez sephiroth del Árbol de la vida, en la tradición cabalística, que corresponde al reino de lo material, punto inferior y fundamental a la vez de ese recorrido místico.

Sigue quedando por decir, y lo dicho es poco. Pero eso ha de quedar para otro lugar, para otro momento. Lo que es seguro es que Alcaraz ha escrito un libro digno de recordar.


Blog: I faked Roger Rabbit

martes, 22 de enero de 2013

Reseña: Poesía y edición en el Siglo de Oro, de Ignacio García Aguilar

Poesía y edición en el Siglo de Oro, de Ignacio García Aguilar
 
“Estudios culturales, cultura escrita”

 
Este es un estudio imprescindible de un corpus importante de la poesía, analizada dentro de su marco histórico, legal y material de creación, así como de su contexto de transmisión y circulación tanto de forma impresa como manuscrita. A partir de la propuesta de modelos de análisis tipográficos y diacrónicos, Ignacio García analiza los cambios conceptuales claves acontecidos en los parámetros materiales del libro poético, examinando varios aspectos; desde ilustraciones y cambios en la cultura visual del libro –como los formatos de los textos, la compaginación y las fuentes, entre otros –a la tipología de las aprobaciones o las reivindicaciones de autor sobre la actividad poética.

lunes, 21 de enero de 2013

Reseña: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, en Cuadernos hispanoamericanos

La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Eduardo Moga
Cuadernos hispanoamericanos, nº 748, octubre de 2012

La denuncia y el amor

La poesía de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) se ha caracterizado siempre por su derroche imaginativo, por la fuerza —la violencia, incluso— con la que su fabulación prende en la página. Tras La casa roja, Premio Nacional de Poesía en 2009, en el que parecía culminar un proceso de transmutación metafórica del mundo, iniciado con el ya remoto Siete poemas escritos junto a la lluvia —para hacerlo, paradójicamente, más real: más mundo—, su nueva entrega, La bicicleta del panadero, demuestra que no hay palabra que alcance su fin: la palabra siempre puede radicalizarse. En los 298 poemas de este libro, Mestre lo aúna todo, lo alea todo, con un propósito existencial, humilde y feroz a la vez: " si lo has imaginado, eso mismo has vivido",afirma en "Puerta del perdón". La imaginación conduce a más vida: acrece el latido. Los versos —y, en su interior, los sintagmas— se engarzan, promiscuos, tumultuosos, sin otra relación que la que se desprende de su abrupta adyacencia —pero relación inimpugnable desde su mismo alumbramiento, evidente en su redondo e infrangible ser—, formando retahílas de imágenes que se disponen como largos convoyes ferroviarios:"miércoles dentro de los paños verdes del hospital de los incurables y en los nidos del mal agüero cuya invención ejecutan los boquiabiertos en la despedida de las grandes bandadas de pájaros", escribe Mestre en un solo versículo de "Semana sin fin". Uno de los méritos no menores de este procedimiento acumulativo es que se lleve a cabo sin disminuir el ritmo de la invención, sin que desfallezca la capacidad de ensartar cuentas tan distantes. A veces, el delirio es absoluto: en "Áspera elegía", "un trotskista sueco [es] perseguido en Málaga por un piolet", "los pastores protestantes adoctrinan al oso hormiguero" y "ni el extintor pelirrojo ni la lencería de leopardo de los poemas [se merecen] chantilly royal". Pero los temas, que siempre se identifican tras el ensamblaje metafórico, y ciertas incisiones en la realidad, en el manto reconocible de lo existente, sostienen los poemas, y las anáforas y enumeraciones, vueltas estructura, los vertebran. Una feraz intertextualidad-bíblica, literaria, pictórica, histórica, filosófica, mitológica-, aunque trastocada por la alquimia permanente de la analogía, contribuye al trenzado de los hechos y las ensoñaciones, a la urdimbre de lo imaginado y lo real. Tres poemas consecutivos, "Primera página", "Federico García Lorca" y "Poema Doce", ilustran estos mecanismos fabriles: al dato, en ocasiones desnudo, que nos introduce con naturalidad en lo comprensible, sigue el hachazo de lo inesperado, que nos enreda en lo incomprensible, y, por ende, en lo poético. Así empieza el segundo poema mencionado: "En el Broadway de los años cuarenta las cosas se estaban poniendo feas para Salvador Dalí, aunque el Retrato de la abuela Ana cosiendo ya le había cambiado la vida a más de un vendedor de seguros. (...) Las langostas hablaban por teléfono con su hermano muerto...". En la poesía de Juan Carlos Mestre, en su inclinación a la epopeya y su irracionalismo impetuoso, pero también en su materialidad desesperada, se aprecian los modos de un neovanguardismo vívido y la fecunda impregnación de la mejor poesía chilena contemporánea, desde el creacionismo de Vicente Huidobro hasta el orfismo de Rosamel del Valle, y algunas voces y acontecimientos del pasado chileno del poeta se asoman a los poemas, como en "La hija del dueño de la dulcería Schubert" —precedido por una larga cita de Violeta Parra, hermana de Nicanor Parra—, donde se menciona a los "chanchos" la protagonista del poema les grita "cafiches a los carabineros".

Sin embargo, la radicalización que supone La bicicleta del panadero respecto a la obra anterior de Juan Carlos Mestre no es gratuita. Una causa biográfica, la pérdida reciente del padre —cuya figura aparece ya, oblicuamente, en el título del poemario—, justifica los numeroso poemas rememorativos y elegíacos, así como el sentimiento de melancolía que impregna numerosos pasajes del libro. Pero ese padre pobre, honrado y muerto es símbolo, a su vez, de todos los hombres que trabajan y sufren, de todos cuantos soportan la opresión de los poderosos. Un aire de indignación preside La bicicleta del panadero, al que contribuye la dolorosa desaparición de alguien a quien se ha amado, pero también la evidencia del latrocinio, el clamor por la injusticia y la irritación por la manipulación dolosa del lenguaje. El libro, con su palabra desconcertante, casi dadaísta, renueva la poesía social, lo que no es hazaña pequeña: Mestre reivindica a las víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados frente a los que mienten. Y una larga panoplia de menesterosos es representada a menudo por figuras arquetípicas, como la del judía, destinatario de todas las ignominias, presente en muchas composiciones, al igual que el verdugo, el nazi. El poeta particulariza la alegoría mediante el recuerdo de la represión franquista y nazi de sus propios antepasados, como en "La hija del sastre", donde "en abril del 41 Antonio Abella, vecino de Paradaseca, muere en Mauthausen / Y José Mestre desaparece el primero de febrero del 42 en el campo de exterminio de Gusen". La figura de la víctima por antonomasia se prolonga en una sostenida consideración de lo hebraico, y no es desdeñable la influencia estilística que la Biblia y la tradición talmúdica han ejercido en esa poesía: el uso del  versículo ("versículos como venas henchidas", escribe en "La sastrería"), las fórmulas retóricas, las repeticiones, la coordinación sintáctica. En La bicicleta del panadero, Mestre se revela antinacionalista, anticapitalista, antirreligioso, anticlerical y partidario de la rebelión, tanto poética como política, a la que llama en uno de los fragmentos de "Las tabas de la hechicera": "Se prohíbe no escribir poesía (...) / Súmate ala revuelta malgasta tu sueño en la reivindicación del mundo". No obstante, su enfado no hace hirsuto al libro: la indignación aparece contrapesada por la ironía, o trasmutada en humor, que es una de las formas más saludables de sobrellevar la ira, un humor grotesco a veces, o sutilmente disuelto en las escenas del poema, con personajes y situaciones que recuerdan a las comedias del cine mudo; un humor que cuaja en décimas paradójicas, como "Motel Mar", donde recrea cómicamente las coplas de Jorge Manrique, o recae en el propio autor, como en "Los viernes de la cacharrería", donde no ofrece un retrato amable de los poetas: "Se odian todo lo que es posible, se quitan / los premios, se desean el escorbuto". Pero no solo las ideas expresadas, o el tono empleado, acreditan las opciones éticas de Mestre: también su discurso resulta coherente con ellas, y con la íntima y anterior convicción del poeta de que todo el diccionario es poesía, y de que toda la realidad, aun la más sórdida, lo es. Así, los vulgarismos y las frases hechas, que se mezclan con las metáforas más elevadas, reflejan ese mundo poblado por el vulgo. En "De memoria", donde propugna una poesía en combate con la tradición, antimimética, afirma, con sucesión de aliteraciones, no escribir "para echarle afrecho a los chanchos de domingo de guzmán encaramado en los retablos de Berruguete", y, a continuación, puntualiza: "Cuando oigo debatir acerca de las poéticas del silencio, me descojono de risa. Andan enredadas unas y otras con el asunto de lo claridoso y la fosforescencia, intentando venderles la moto a los mutilados de la pretensión...".Con este propósito chaplinesco, contrario a toda etereidad —y a toda grandilocuencia—, Mestre también mezcla algunas figuras reverenciales de la literatura, como Cervantes, con otras de la cultura popular, como Mortadelo y Filemón. Su afán es intrahistórico, reivindicativo de la nobleza privada. Un afán que conviene a este libro aluvial, colérico, hiperbólico, pero también íntimo, cuya denuncia se formula sin mengua de la delicadeza, sin sustraer amor.