viernes, 8 de octubre de 2010

Reseña de Bajo la piel, los días, de Eduardo Moga

Por Vicente Luis Mora

Durante la lectura de este inclasificable libro asoma la patética (en el sentido de persecución de pathos y, puntualmente, en el otro sentido) sensación de que el autor se halla en un cul de sac existencial ante el que la escritura no sólo no es salvación, sino parte del problema. La cuestión es saber hasta qué punto esa sensación responde o no a un propósito planificado de Eduardo Moga. Tras haber abandonado la escritura en verso, después de constatar que ni la propia ni la ajena le da ya satisfacción, el autor se refugia en la poesía en prosa con la terrible sensación de no tener nada que decir (que no es lo mismo, como bien apuntaba Octavio Paz en El arco y la lira hablando de Mallarmé que decir la nada). Su angustia se traslada al lector en las primeras páginas, atascadas deliberadamente en la incapacidad de hablar, en las dificultades de encontrar una escritura válida, sobre la que además se incorporan incluso las dudas de las correcciones sucesivas posteriores, incluidas entre paréntesis. El texto se conforma como un patchwork estratigráfico, con capas de imágenes superpuestas, donde el periplo del acto escriturario se retroalimenta, girando sobre sí mismo, creando una extenuación deliberada, un laberinto sin salida que traslada textualmente el mismo laberinto vital en el que parece encontrarse el autor. Hablamos con esta libertad de los propósitos del autor porque no hay distanciamiento alguno, no hay autoficción; es significativa al respecto la crítica a Gil de Biedma en cierto momento del libro. Moga habla sin complejos de sí incluso en momentos que sólo John Updike y algunos realistas sucios habían inoculado en la literatura: así, se incluye un autorretrato del escritor defecando con pelos y señales, por ejemplo. Lo presuntamente antipoético y lo elevado, la meditación escatológica y el fino apunte intelectual se presentan juntos e indistintos, como en la propia existencia (deducimos), donde uno puede estar leyendo a Virgilio en la taza. El resultado de todo este proceso de desacralización poética es sugerente; si bien en ciertos momentos hay caídas, como es lógico, en otros el brutal triturado de lo cotidiano a la vista de la imaginación poética nos deja páginas, detalles, reflexiones y momentos memorables. Moga siempre me ha parecido uno de esos ocultos buenos poetas que abundan en España y que están opacados por otros más conocidos y de muchos menos méritos. Ojalá este libro ayude a darle a su autor el singular y creo que exótico sitio que merece en los gustos de los lectores.

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