sábado, 19 de junio de 2010

Novedad. Guadalupe Grande, Hotel para erizos. Tres poemas



una vida mejor


Y daría igual que fuéramos eternos.


El escaparate brilla como los fuegos fatuos.


Tras el cristal las minúsculas manos desmenuzan la herrumbre,


una maleta, un pañuelo, un zapato, el cinturón de falsa serpiente, plumas de avestruz para el sombrero que ya nadie llevará,

así brilla el tiempo tras el cristal, fruta escarchada de los días, brillo mineral colgado de un árbol cortado, pez anudado a la cuerda de tender.

Y dará lo mismo que seamos eternos.



Mirar los escaparates, corchea arriba, semifusa abajo,

acompasar el paso para tropezar,

para volver del mediodía, para llegar al anochecer.


Un escaparate y luego otro, y al fondo, el cajero y su ábaco de lágrimas: pasar o no pasar. O quedarnos aquí, moliendo la herrumbre con el molinillo de té.


Pero los guantes de gamuza se posan sobre el piano. Do re mi, sordamente, fa, sol, sol, felpa constante en la percusión. No, no hay pez martillo que valga. No hay animal de sombra ni luz en esta cuenta de adverbios: aquí, allí, ahora, entonces, cuándo.


Daría lo mismo que fuéramos eternos, entonces, ahora, hoy o jamás.



Es mucho más simple. No es cuestión de constelaciones, no es el brillo de la madera trasmutado en ballena, no es la piedra roseta, ni el esperanto de la lluvia, no el canto de sirena deletreado en los surcos de la pizarra. Es mucho más simple.


Una vida mejor.


Una vida con memoria de elefante y sed de camello y ojo de lince, brújula de cormorán, solidaridad de hormiga, precisión de abeja, una vida con fidelidad de cisne y sonrisa de chimpancé y delicadeza de libélula y piel de leopardo, conversación de bosque, majestad de cordillera y siempre el cuento de nunca acabar.


Primera lección nunca aprendida en las cuevas de sésamo: la vida está aquí, no allí, y todos creen que seremos eternos.


En el escaparate brilla la caja registradora, pequeña cola de alacrán, servilletero que nos abraza a la mesa,


una vida mejor,


aquí, allí, al otro lado del cristal.


Y nada importa que seamos eternos.

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tratado de la medida


lo que cabe en una mano

aún antes, antes de que la sal mida el tiempo


la cabeza de las mujeres rasuradas en la resistencia

la cabeza del colibrí, marca, hueso, piedra en el camino

señal para el viaje cuando sólo las aves conocen el secreto del metal

la cabeza de las mujeres rasuradas por cien gramos de arroz

por dos terrones de azúcar, por un simbólico cupón donde se dice

y las rasuradas porque sí y las rasuradas porque no


lo que cabe en una mano

un bisonte y una astilla para alcanzar el bisonte

el diapasón mineral afinador de la madera

y el mundo entero en la molécula de lluvia

cuando una sola gota contiene la forma entera de la naranja azul


un niño cruza el río y deja caer la moneda, el diente blanquísimo viaje inverso en el primer gozo del duelo


lo que cabe en una mano

cuando la harina tiene el color del humo

la cabeza de las mujeres rasuradas

la que se sienta a morir y la que se levanta cada día a cavar zanjas

hasta lavar la ropa interior de las doncellas

cultivadoras rameras de difuntas lilas

que visitan las peluquerías los sábados por la mañana


y el comedero del animal, el primer hueco del trigo

el surco que no es camino y conduce al no lugar

esfera exacta que encierra el hambre

y un cajón en la cocina para guardar lo que no se ha de olvidar

a saber

el girasol, primera rueda estelar en la cartografía de la conciencia

la arquitectura improvisada de la nieve en la hoja del árbol

el trébol de cuatro direcciones y su fatalidad única


el puente no es para los trenes, pero llegan


lo que cabe en una mano

cuando lo oscuro es más oscuro, lágrima de ceniza

y la palabra, correa en el albedrío de la muerte


la cabeza de las mujeres

y todas las botas sin nombre y el zapato perdido junto a la fotografía equivocada

y la sandalia del niño que se queda en el 33

y el tacón de aguja para el hombre enterrado en su falda

hueso del perro muerto, batuta de la banda municipal

hueso del hombre muerto, batuta de la banda sinfónica


un pájaro llama a la puerta que no fue marcada con el jugo de mora por el ángel de las despedidas


lo que cabe en una mano

cuando un cuerpo es del tamaño de su sombra y la mirada sobre ese cuerpo del tamaño de la luz

la mano cortada de quien ya no está

y todos los cuerpos que fueron en esa mano

un cuerpo del tamaño de una mano

el oscuro hilo entre la mano y la respiración del recuerdo

la cuerda raída, la que arrastra

lo que cabe en una mano hasta la estela del astro ido

gozne de la locura que anuda al vértigo la vocal impronunciable

cuando conoce su destino de tren hasta el diente del niño.


lo que cabe en una mano, hoy, once de febrero y sábado, la cabeza

jardín de las variaciones


Aún no había llegado la maleta de los objetos perdidos, la caja de seda para los zapatos anfibios, es decir, el pequeño ataúd para tu mano.


Cegada por la luz de otros días, giras el rostro hacia la tarde:

el caracol deja su baba transparente sobre la fotografía, una silla en el mar de los días y un muro de viento que empuja el brocal del recuerdo convertido ahora en ceniza,


nunca estuvimos allí, a la orilla de aquel jardín, al borde de la distancia, en el párpado de aquel naufragio blanco,

festejando las nupcias de los animales de la nostalgia en el umbral de la escarcha.



Y ahora miramos absortos las horas con la infancia atravesada en los labios,

quietos, muy quietos, recostados en el muro de viento


antes de que desaparezca este copo de ayer que arde en nuestra pupila:

arde la muleta para el pie que nunca tuvimos, y en ese instante somos sólo eso, una ráfaga de miedo en el viento.

*

Un mirlo atraviesa el jardín,

lleva en su pico rojo la vela azul para nuestros años, lleva, entre salto y vuelo, la esquirla de hielo bajo su lengua de flecha, la gota de cera para la doble despedida de nuestra edad.


La cicatriz cruza el jardín hacia el agua, la vereda parte los días y deja una escama del silabario, una brizna de días en el monóculo del tiempo que se balancea en la dulce higuera, funambulista del extravío para la correa del lazarillo del porvenir. Imposible mansedumbre del vigía, inútil docilidad de quien se ata por vez primera los zapatos con el crespón de los átomos del duelo.


Sea el diente de leche quien tire del pomo de la puerta.

*

Viene y va la caligrafía del tiempo, viene y va.


Está lejos la luz y no importa,

lejos las mariposas del olvido, las que callan su memoria,

lejos la raíz del vocablo que florece en el aroma,

lejos la cuchara con su hueco, con su nido de levadura,

el pan ácimo lejos,

lejos el pabilo, el aceite y la oscura leyenda del cuenco con su hondura,

está lejos la vida y no importa.

*

Al otro lado de la vida, al otro lado de la infancia, al otro lado del jardín.


Todos se han ido y sólo queda regresar.


Giran los días, giran bajo la púa de nieve, bajo la implacable batuta del porvenir,

hipótesis de luz en la sombra, al otro lado de la dársena, donde el ala pliega su duelo, donde el perro esconde tu mano en la grieta del muro y el pez muerde el sedal, la semejanza que hilvana el vestido para el viaje de las últimas cosas, la incesante madeja, fundación de penumbra en la penumbra.


Un soplo, un resplandor, la nieve.


Hoy, mañana, nunca, cuando ayer y hoy son ya un mismo día en tu corazón.


Entonces, el regreso, para llegar al lugar donde la cicatriz siembra su íntima voluntad, texto borrado donde te sientas a escuchar los días mientras el mundo gira cuando cae la noche. Aquí.

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