martes, 16 de febrero de 2010

Reseña de La aldea de sal, de Lêdo Ivo


La aldea del mundo

Por Eduardo Moga

Nayagua, revista de poesía, II época, nª 11-12, diciembre, 2009

Lêdo Ivo (Maceió, Brasil, 1924) es uno de los poetas más importantes de su país. Integrante de la generación del 45 —a la que también pertenece Joâo Cabral de Melo Neto—, que se rebeló contra el indisciplinado modernismo de Mário de Andrade o Murilo Mendes y determinó la apertura de la poesía brasileña de los años cuarenta a las corrientes del postsimbolismo europeo —Juan Ramón, Perse, pound, Pessoa— ha publicado más de una veintena de poemarios —desde Las imaginaciones, en 1944, hasta Réquiem, en 2008—, además de numerosos volúmenes de novela y ensayo. pese a esta obra variada y copiosa, y a haber recibido los galardones literarios más prestigiosos del Brasil, Ivo apenas es conocido todavía en España. Ángel Crespo tradujo "El Rey Midas" en la Revista de Cultura Brasileña, en 1963, y luego otros poemas suyos en Antología de poesía brasileña, en 1973; y, en 1989, Olifante dio a conocer su, hasta ahora, único libro publicado entre nosotros, La moneda perdida, una breve selección de Las imaginaciones, Finisterra y La noche misteriosa. Calambur subsana ahora esta prolongada omisión con una amplia antología de su poesía, traducida impecablemente por Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre, y con un prólogo, firmado también por los traductores, que es antes un poema que una introducción crítica, y que, por eso mismo, desvela con singular perspicacia algunos de los rasgos esenciales del autor brasileño, y se integra con naturalidad en el propio libro al que precede.

Lêdo Ivo cumple la paradoja de ser, a la vez, realista y fabuloso. Aherrojado por su infancia en Maceió, una ciudad mercantil y lacustre, hirviente de cangrejos, murciélagos e iglesias, Ivo ha querido siempre reproducir en sus poemas el polícromo aparato del mundo y, a su través, el erizado deslumbramiento de su niñez. Atiende, pues, a la realidad, a las calles y a la gente: a la polimorfa heterogeneidad de la vida. Ivo es un poeta peripatético, como su admirado Rimbaud: se mezcla con los otros, camina junto a ellos, los abraza con la mirada. En sus versos, poesía y vida andan siempre juntas: de otro modo, dice en "Oda al crepúsculo", se mutilaría nuestra unidad. En "Finisterra" pasea por Río de Janeiro y consigna sus asombros en enumeraciones luminosas y jadeantes. En "Los pobres en la estación de autobuses", uno de sus poemas más celebrados, describe, con tonos goyescos, la sombría efervescencia de los más necesitados. Su carácter afirmativo se proyecta por igual en lo cotidiano y en lo cósmico, en lo delicado y lo monstruoso: con la misma diligencia repara en un bocadillo de mortadela que contempla "el mundo con los ojos heridos por las estrellas / y los latidos quemados por las estaciones", como leemos en "La ventana sin pestillo". El poema en prosa, idóneo para reflejar el sinuoso hacerse del pensamiento, y el versículo, con cuya extensión aspira a reproducir el martilleo del mar, el desbordamiento de las olas —como revela en "Conservar lo que se ha perdido", la poética que cierra La aldea de sal—, le sirven para tramar flujos, mareas, acumulaciones, retahílas hímnicas que se sustentan, a menudo, en obsesivas anáforas: "piensa en…" en "Elegía didáctica", o "mi patria…" en el poema homónimo. La observación, en efecto, le conduce al canto. Ivo es un poeta celebratorio, que entona salmos arrebatados o desbordantes hossanas: su espíritu festeja el mundo; su yo apresa y transmuta las cosas con una música laudatoria y jovial. La torrencialidad a la que propende lo acerca a Whitman y a Neruda, orfebres épicos: "mi reino es el exceso, ese admirable rival del rigor y de la medida", escribe en "La llegada". Sin embargo, Ivo es también riguroso y mesurado: su poesía se revela lúcida y minuciosa, pánica pero ceñida. No es casual que reivindique al algebraico Valéry, con la mención de los cementerios marinos, en varias de sus composiciones.

Pero, con su ser un poeta sumergido en las cosas, empapado de mundo, Lêdo Ivo es también un poeta de la imaginación, para el que la realidad, y los versos que la ensalzan, constituyen "oscuros caminos abiertos hacia el Otro Lado": esa otra orilla que es el gran desiderátum de todas las vanguardias de la historia, y, en última instancia. el propósito final del arte. "Profeso lo imaginario", escribe en "Los andamios del mundo", "y , en ese rito, / renazco para contemplar lo inexistente". Poseído por un impulso órfico, Ivo practica la incantatio: el conjuro que invoca cuanto se ha perdido y que rescata lo muerto de sus espacios olvidados. Su palabra se despliega, arrebatada, promoviendo lo fantástico y lo inesperado. La energía transformadora de Ivo hace del hombre, siguiendo a su tutor Rilke, un ángel; o, dicho con más precisión, descubre en él sus propiedades angélicas. Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Proust, los visionarios que descubrieron, antes que Éluard, que hay otros mundos, pero que están en éste, animan la poesía de Lêdo Ivo y le transfieren su savia abrasadora, su poderosa alquimia. Sus imágenes se engarzan con promiscuidad ofídica, zahiriéndose entre sí, sacudidas por espasmos surreales: "el silencio es un triunfo / carente de rocío […] / y los peces se acumulan en las fétidas cestas / de los supermercados diluidos / en el puro espasmo de las fornicaciones", escribe en la alucinada "Finisterra". El realismo mágico de Ivo no excluye la ironía ni la gravedad. De hecho, las elegías son frecuentes en él, aunque siempre vivificadas por el ímpetu ascensional que gobierna su escritura. El poeta cree en el recuerdo, pero no en la melancolía. Para él, lo vivido supone sólo la constancia de que se nos ha ofrecido la posibilidad de disfrutar de la eternidad, y de que esa posibilidad inconcebible prosigue ahora, en este mismo instante. Sin embargo, la muerte, inevitable, pesa; y, así, conforme avanzan la vida y la obra de Ivo, aumentan sus querencias existenciales. Los cementerios menudean en sus poemas —a veces, con una dimensión coral, como la Antología de Spoon River, de Edgar Lee masters— y nos asaltan también plantos, réquiems, valses fúnebres y una "Elegía del Día de Difuntos". Cuando, en "Planta del Maceió", habla de su ciudad natal, afirma —como los estoicos, como Sartre— que la muerte respira, que habita en nosotros: "mi muerte vive en las corralizas de peces". Lêdo Ivo viaja, con frecuencia, en sus versos, o ve viajar a otros: sus descripciones de caminos, trenes y estaciones son sangrientas y certeras, y uno se reconoce en el frenesí de su trasiego, pero también son metáforas del gran viaje de la vida, de ese curso incomprensible que une dos existencias, pero que nos permite disfrutar, fugazmente, del espectáculo incomparable de la Tierra.

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