lunes, 8 de febrero de 2010

In memoriam Ángel Campos Pámpano


Revista Poesía Digital n.º 48 (febrero de 2010)

Por Pablo Fidalgo Lareo

Angel Campos Pámpano nació en Badajoz el 10 de Mayo de 1957 y murió en la misma ciudad el 25 de Noviembre de 2008. Flaubert escribió que la provincia es el mal supremo, pero que solo en esa opresión puede crearse la obra suprema. En la provincia el silencio es distinto. La poesía de Ángel Campos está ligada a un margen no sólo geográfico, sino a los márgenes del idioma, allí donde las palabras son otra cosa. Una obra, en definitiva, ligada a la frontera. Ángel Campos fue uno de los más importantes traductores de poesía portuguesa. Su amor por Portugal va a ser decisivo en la creación de toda su obra desde su segundo libro, titulado La ciudad blanca, que tomó de una hermosa película de Alain Tanner. Ángel Campos tradujo a todos los grandes poetas del Siglo Veinte como Pessoa, Eugenio de Andrade, Carlos de Oliveira, Sophia de Mello Breyner, Ramos Rosa, Carlos de Oliveira o Al Berto.

Ángel Campos tendió un puente entre los dos idiomas, entre dos formas de vida muy iguales y muy distintas, la española y la portuguesa. Y sobre todo, entre dos formas de entender la poesía, porque hay que decir que Angel Campos fue, antes que nada, un amante de la poesía de los demás, y todos sus libros están plagados de referencias, de herencia. Su obra se podría enmarcar en una línea de la poesía española que va de Machado a Cernuda, de Valente a Gamoneda, de Anibal Núñez a Andrés Sánchez Robayna. Pero, sobre todo, en su obra está presente la melancolía y la mirada y la alegría de los poetas que más tradujo, desde la complejidad de Pessoa a la transparencia de Eugenio, desde el viaje interno (aunque también externo) de Sophia a la soledad irremediable de Al Berto. Esos poetas tienen dentro una infancia que les hace incurables, pero al mismo tiempo los hace libres. Hacen una poesía de la limpidez, de la pobreza, de la casa, la madre, el pan, el sol. Todo esto está en la poesía de Ángel Campos, que también fue un poeta lúcido y triste. Triste porque comprendió temprano la tragedia, y la melancolía es a veces una forma de ser responsable. Esa herencia de la poesía portuguesa es la que le hace perseguir también la luz del verano, la naturaleza, la belleza de los cuerpos, de los gestos, de la propia imaginación. 

Murió también en una edad en la que iba a escribir sus mejores poemas. De hecho, La voz en espiral y La semilla en la nieve, sus dos mejores libros, tenían una escritura tan rigurosa como los primeros; pero mucho más liberada, que iba y venía, que empezaba a recogerlo todo. Iba a ser un poeta de madurez, igual que Valente o Gamoneda. Ese lenguaje transparente es en la vejez donde adquiere un significado propio y absoluto, es ahí donde estremece. Ángel fue un obrero del verso, comprendió temprano que la verdadera poesía comienza en la búsqueda personal de un lenguaje propio, de una individualidad, de esa diferencia que es finalmente lo que permite llegar al otro. Ahogó su grito para entregar en cada libro un susurro lleno de dolor, y comprendió que a veces la tristeza, la rabia, la soledad, valen más y cobran sentido y vuelan cuando son contenidas, cuando son acalladas. 

Su poesía tiene también una pureza que nos hace pensar en los haikus y en la poesía oriental, que tan cerca han estado siempre de la poesía portuguesa. El hombre es uno con las cosas, es uno con la naturaleza, pertenece a ellas: la vida, el cuerpo, la naturaleza, no son entonces más que espacios plásticos donde todo se puede modificar si se toca. Pero hay que tocar, y quien toca no queda indemne: se mancha, se hace culpable, se señala a si mismo. Su poesía es clara para mostrar la belleza del mundo, la belleza de los nombres de las cosas, la exactitud del idioma y del mundo. Porque la poesía, claro, es la ciencia más exacta de todas, ya lo dijo Rilke; es el arte que exige más precisión, y esa es una lección que Ángel Campos llevó hasta sus últimas consecuencias. Nombrar ya lo es todo. Decir Lisboa es decir ya muchas cosas, decir río, decir nieve, decir luz, no es sólo una decisión, no es sólo una palabra: es renuncia, es el infinito. Esa belleza y esa serenidad la encontraba Ángel Campos en las calles de Lisboa, en el fluir del Tajo, o en el acto de la escritura y la lectura.

Cada poema suyo se levanta como una arquitectura en el desierto, en un espacio blanco e ilimitado. Es decir, para que las palabras no caigan, es necesario una construcción sencilla y perfecta. Buscó esa extraña paz que encontraba en la literatura y en el idioma portugués, e intentó traducirlo y entenderlo todo de ese país. Y parece que lo consiguió. 
Parece que allí encontró su casa, su paisaje interior, su espacio soñado. La escenificación de su creación. Porque Portugal para él no fue sólo un sitio al que huir, sino un lugar que habitaba desde dentro, que había habitado siempre, y que la poesía y la traducción le permitieron conquistar. Llama la atención también su trabajo sobre artes plásticas, todos los poemas escritos sobre pintura, la variedad de formas utilizadas en sus poemas, desde el poema en prosa a los tankas japoneses. Todo persiguiendo su propia voz, atreviéndose con todo. En este mundo breve, de alguna forma, está todo. Arquitectura, pintura, palabra, danza, y representación. Y sea cual sea la forma que adoptan sus poemas, siempre logra modificar la naturaleza de esa forma y convertirla en algo nuevo. Ese es uno de sus grandes hallazgos. Formalmente Ángel Campos es un poeta fuerte.

Angel Campos fue un poeta a la intemperie, descubierto, íntimamente expuesto al viento y a la lluvia y a la nieve, pero también a esas palabras que siempre que nombró se quedaron ya a su lado, las que nunca abandonó, las más emprendedoras, habría dicho él. Su dolor no viene del deseo de otro lugar, sino simplemente de no aceptar la naturaleza de la vida y la muerte. Y ese no comprender la muerte es una resistencia lúcida. El idioma surge aquí siempre como última esperanza, con sosiego y dulzura; surge con extraña paz, con extraña culpa. Portugal, como decíamos, fue para él la escenificación de un paisaje mental, de un inconsciente. La poesía de Ángel Campos es precisa y elegante en su diálogo con la tradición y en su afirmación de la poesía como forma de vida, como forma de mirar. Porque la mirada es clave para comprender esta obra. Una mirada fuerte que consigue transformar las cosas. Una mirada que lee los signos del paisaje, los accidentes, la pobreza; una mirada en la que todo cabe. Aquí sí esta la experiencia que es siempre experiencia en el lenguaje, en los otros, en la totalidad. Vida y lenguaje llevados hasta sus últimas consecuencias. Hasta la conciencia de la pérdida, de todo aquello que es imposible de recuperar.

Todos los libros centrales de la obra de Ángel Campos, y también la mayor parte de sus traducciones, fueron publicados por Pre-textos. Su poesía completa la editó Calambur muy poco antes de su muerte, con el título de La vida de otro modo. Siempre cuidó mucho las ediciones de sus libros, especialmente los libros de artista en colaboración con pintores. La edición de Calambur es un libro muy bello, donde los poemas habitan la página. Esta es una poesía plástica que hace del blanco de la página un lugar donde existir. Así que esta poesía completa nos permite ver la coherencia de la obra de Ángel Campos desde el principio hasta el final. Por otro lado, su última traducción del portugués fue el libro de Carlos de Oliveira publicado por Calambur, otro libro imprescindible y editado también con mucho gusto. 

En cada uno de los poemas de Ángel Campos parece haber una historia no contada, un paisaje derrotado. Algo se ha empezado, algo hay que continuar, algo hay que preservar. Esta poesía renuncia a contar una historia para contarlas todas, renuncia a la comunicación inmediata para trascender lo cotidiano, para entrar en la historia del espacio y el tiempo. Trabajó una por una las palabras e hizo memoria para que nada quedara sin nombrar, para que todo tuviera su sitio y su luz en un país en que demasiados muertos y demasiadas cosas habían quedado sin nombrar. Y demasiadas historias sin terminar. Nombrar, nombrarse, llamarse, no es un acto cualquiera: es el acto poético por excelencia, porque desde él se da un nuevo significado a las cosas, se crea idioma en cada gesto, en cada acción. Una vida vivida de verdad para dar un nuevo significado a la muerte. Sus palabras son ya imprescindibles. 

Dos poemas de Ángel Campos:


Cercano a lo que importa

Acerca tu mirada a este paisaje. Que tus ojos recojan todo el verde profuso que lo habita, la luz azafranada que da vida al silencio, la plenitud posible, exuberante, del volcán, la de la luna llena… Que descubran tus ojos la vigencia vegetal que se despliega e inunda su verdor entre los cardos, a ras de tierra. Y en la hora del sol en lo más alto, un aroma en el aire que perfila la misma pulsación de la mañana. Acerca tu mirada, y que tu boca contemple este paraje, abigarrado y profundo, colmado de chumberas y de cactus y de granadas solas. Que tanta floración no es un engaño ni tampoco un misterio, sino tan sólo un modo de sentirse desmedido, cercano a lo que importa, por fin libre. 



A veces sólo un gesto es suficiente
para salvar el día.

Y escribir tal vez es ese gesto
que prolonga el latido de los pulsos
hasta la sed secreta de los párpados.

Escribir tal vez sea extraviarse en el canto
más oscuro, en la memoria extrema
de la noche adentro, donde el hombre
ignora su derrota, las formas del cansancio,
el cuerpo del amor que ya no reconoce.

Escribir tal vez sea comparecer ante los otros
con los ojos más limpios, indefenso,
y vacías las manos, sin dispersar la voz,
respirar con sosiego bajo el agua.

No hay otro modo de mirar las cosas
sin perderlas del todo.


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