miércoles, 29 de diciembre de 2010

Entrevista con Antonio Hernández en la revista Cuadernos del Matemático

Cuadernos del Matemático n.º 45, diciembre de 2010

Suplemento Lavarquela

La entrevista original viene acompañada de fotografías y poemas manuscritos

ENTREVISTA A ANTONIO HERNÁNDEZ

Un poeta del sesenta al borde de los setenta

El llamado grupo del sesenta, esa promoción náufraga entre el éxito de los poetas del cincuenta y el impulso comercial dado a los Novísimos, ha sido calificado hasta ahora como hornada-puente no tan conocida como los dos movimientos que lo emparedan. Ganadores sus componentes de un conjunto de premios apabullante, su talón de Aquiles estaba en la falta de atención por parte de las editoriales más notorias. Sin embargo, desde hace algún tiempo y merced a los estudios que atribuyen a sus poetas más conspicuos un adelanto en formas, temas y enfoques sobre los novísimos, comienzan a ser gente en el canon, eso consagrador de lo que apenas conocemos su porqué aunque a muchos impresione y lo establezcan comotransitorio dogma selectivo.

En estos últimos dos años la mayoría de sus componentes han publicado sus obras completas en editoriales comerciales de creciente prestigio (Calambur) y el resto anuncia escogida en otras no menos prestigiosas, amén de que dos de ellos —Félix Grande y Diego Jesús Jiménez— ya editaran colecciones y libros de poemas significativos en Cátedra.

Entre los primeros se encuentran Antonio Hernández, autor sumamente versátil que acaba de dar a la opinión Insurgencias (Poesía 1965-2007), con quien esta revista ha querido hablar no solamente sobre lo que es más conocido, su obra lírica, sino también sobre su narrativa y su trayectoria humana, pilar fundamental de cuanto en ellas se refleja.

Aparte de sus cuarenta libros publicados y los veinte idiomas a los que ha sido traducido, sus credenciales epidérmicas son el Gran Premio de Bellas Artes, el Nacional de la crítica (en poesía) y el Premio Andalucía, el Valencia del mismo género y el accésit del Fernando Lara que, ironías de la vida, perdió con Zoé Valdés.

P. Naciste en Arcos, un pueblo andaluz ¿cómo fueron tu infancia y tu entorno familiar?

R. La verdad es que mi infancia no es muy común… Está tan liada de aventuras y obligaciones que me cuesta trabajo colocar las cosas en su sitio. Cambio de casa —o vivo en casas distintas al mismo tiempo— con bastante frecuencia: en la planta alta de una tienda de ultramarinos que tienen mis padres, en las de mis abuelos, porque no hay una sino dos, e incluso tres si contamos la casa de la viña; voy al colegio a una edad temprana pero dejo de ir durante dos o tres años… De buenas a primeras, soy el hijo de Marcelino, el taxista, que volvió a sus orígenes profesionales tras vender la tienda dicha y, de pronto, el nieto de Ramírez, un industrial demasiado tentacular que lleva a cuestas varios cines —en Arcos, en Jédula, en Algar, en La Barca de la Florida, en Espera…—, que tiene un teatro por el que desfilan todas las figuras de la comedia, el cante y la copla, que regenta tres bares, una fonda con veinte habitaciones, una plaza de toros portátil, un campo de fútbol —su negocio más ruinoso—, una viña con bodega, tres tandas de garajes en lugares céntricos del pueblo… Y que, de repente, de la noche a la mañana, se muere con cincuenta años y deja a sus hijos y a su viuda con demasiadas responsabilidades. Un desastre. Y yo, que cuando quería algo no tenía nada más que pedirlo, que no sabía lo que era el dinero porque nada me costaba dinero en cuanto a que entraba de balde en los cines y demás, me encuentro con la obligación de arrimar el hombro a las mil cosas dispersas en las que teníamos que emplearnos todos los de la familia para que aquel tinglado no se arruinara, como así fue.

Bueno, mi padre enfermó del corazón, un tío mío, al que le dieron un poder para administrar aquella armada invencible con tendencia a irse a pique al primer soplo de viento en contra, no fue de lo más eficaz que digamos, y lo mismo tuve que vender entradas de cine, que cuidar unos billares o servir los platos a los huéspedes de la fonda… Hasta que alguien se dio cuenta de que el niño no sabía leer apenas, que no iba al colegio y que sabía demasiado de la vida para su edad o demasiado poco para lo que se le estaba echando encima.

Me saqué el bachillerato de dos en dos cursos y trabajando en veinte cosas: sustituí a un maestro nacional que también era abogado, cobraba para un banco, cuidaba de los billares… En cuarto me suspendieron en latín porque no tenía profesor, en gimnasia y en religión por lo que tuve que ir a un campamento del Frente de Juventudes, el Puente Zuazo de Chipiona. Allí me esforcé y quedé el primero porque tal clasificación servía para hacer nota media en la reválida. Me dieron, como premio, un bolígrafo, un libro que se llamaba algo así como El valor divino de lo humano pero no el diez que, en buena lógica de número uno, me correspondía. El diez fue a parar a Pepe Álvarez, sobrino del cura y padre después de una actriz conocida con ese apellido.

Fue mi primera decepción porque entendí que la justicia no estaba de mi parte y que ya, para siempre, tenía que asumir lo que jamás he olvidado: que yo era el hijo de Marcelino, el taxista, y el nieto de Ramírez. Para colmo de males, aquel barco de la familia, que navegaba a duras penas, se hundió un mal día. Vamos, que aquella mole de la casa que cobijaba varios negocios se vino abajo una madrugada y dejó a la familia poco menos que en cueros.

Lo peor del caso es que allí murió mi hermano Marcelino —también un tío mío y el jefe de los municipales— y, menos mal que mi padre había muerto unos años antes de un infarto, conduciendo, porque si no, se muere allí de pena o bajo los escombros. Y a buscarse la vida, claro, pero sin dejar de estudiar, de leer…

P. ¿Qué despierta tu vocación literaria?

R. Me aficioné a la lectura por los libros que la gente se dejaba en la fonda cuando se iban sin pagar y porque cuando estaba de maestrillo en el Colegio Nacional del Pósito tenía a mano, en el mismo edificio, la biblioteca del pueblo. Pobres muchachos los alumnos. El titular se iba a pleitear y el suplente, yo, a luchar con Don Quijote o Fausto, con Shakespeare o Chesterton. Allí leí mucho de lo que había, y no había poco. Sólo comparable a lo que luego en la Marina, en cuyo pelotón de castigo anduve algunos meses hasta que Luis Berenguer, el novelista, me llevó a su casa., me duché con agua caliente y jabón Lagarto y me tuvocomo a un hijo. Su El mundo de Juan Lobón, en su dedicatoria autógrafa dice: “A Antonio Hernández, mi hijo bisiesto”.

Yo ya había publicado El mar es una tarde con campanas y, como Luis, que era un anarquista reaccionario, o si se prefiere, un rojo de derechas —aparte de capitán de corbeta de la Armada e Ingeniero de Armas Navales que estaba tan cerca de la revolución como del Opus Dei— lo había leído y andaba el hombre entusiasmado. Fue a buscarme a aquella mierda de penal que era el cuartelillo de la Carraca y, cuando por fin dio conmigo, para lo que tuve que poner en zafarrancho de combate la plaza, me gritó muy severo: “El mar es una tarde con campanas, er”. Y entonces supe que todo había cambiado.

Él, Berenguer, que luego apadrinó a mi hija Violeta, me orientó hacia lo mejor de la literatura mundial y cuando entré en Madrid, ya discutía yo, el enfant terrible, con Ignacio Aldecoa o García Pavón sobre los novelistas escandinavos, lo rusos o los yankis de la generación perdida.

También escuchaba en la tertulia del Gijón a Gerardo, que hablaba poco, a Aldecoa, a Garciasol, a Eladio Cabañero… Iba a la tertulia de mi amigo Rafael Montesinos, al Ateneo, etc. Y como, en contra del criterio de Umbral en un articulito suyo que por poco me cuesta la cárcel, no vivía de las profesoras de la Academia Brian de idiomas sino de descargar sacos en la Cruz Blanca, de hacer de extra distinguido en televisión española y en el cine o de colaborar con entrevistas y artículos en el YA, La Estafeta, Cuadernos Hispanoamericanos, CAR, Familia Española, Informaciones e Índice, otra vez me cayó la negra por un articulito en el que quería defender las libertades, esas que ahora disfrutan los que me condenaron, en el juzgado y en los corrillos, en Madrid y en mi pueblo.

P. Y como a Baudelaire, como a Wilde… te abrieron proceso…

R. Sí, la cosa fue desagradable e incómoda. Me absolvieron con todos los pronunciamientos favorables en la Audiencia Provincial porque me defendió don Francisco Pons Cano, un abogado genial y altruista que, entre otras excentricidades, pagó los primeros números de la revista Garcilaso. Pero, como no se podía sentar un caso de jurisprudencia en pleno y combativo franquismo, me endosaron un abogado de oficio, al que jamás vi la jeta, y me condenaron a pagar una multa de veinticinco mil pelas de la época y a cinco años de inhabilitación profesional. Cinco añitos de libertad condicional con presencia obligada en el Juzgado n.º 1de Madrid todos los días uno y quince del año. Y por supuesto que dije que nones. Dieron una orden de caza y captura que salió en todos los periódicos. Por un momento pensé que la cárcel, para mi formación, no me vendría mal. Joder… Comida, techo, experiencia humana a tope y tiempo para leer. Pero mi ángel de la guarda, y mi mejor amigo entre escritores, se llama Javier Reverte, quien, sin conocerme personalmente, fue un día a buscarme al Gijón y me ofreció un trabajo de redactor en un gabinete de prensa que él dirigía. Mi último libro de poemas, A palo seco, está dedicado a él. Y su última novela, Barrio Cero, a mí.

P. ¿Con qué presupuestos intelectuales te pusiste en marcha?

R. ¿Estudios reglados? Sí, sí. Ciencias de la Educación, un poquito, y como siempre he sido culito inquieto, diplomas de Antropología y de Sociología Diferencial, en Madrid, ya casado, pero me considero autodidacta íntegro aunque mis maestros informales hayan sido Gerardo Diego, Luis Rosales, José Hierro, Rafael Morales —a cuyas clases de literatura asistí en la Universidad Complutense, más que nada para acompañar a Mary Luz—, Montesinos, Eladio, Claudio, Mantero o Fernando Quiñones. Ellos sí que sabían, y más que ninguno Luis Rosales. En cierta ocasión, en Santander, donde tuve un mano a mano inolvidable con el gran José María Valverde, me dijo que Luis le había hablado de mí con gran encomio y que él, José María, en tres tardes de cháchara con el granadino había aprendido más que en toda su vida de estudiante universitario. ¡Qué curioso, joder! Mis grandes maestros protectores se han llamado Luis, Berenguer y Rosales, un grandísimo novelista y un poeta excepcional, dos personas maravillosas que siempre halaron para enderezar el arbolito torcido. Porque, claro, yo era un golfo hasta que me casé, y además comunista, cosa que los Luises, sobre todo Berenguer, entendían como un pasaporte directo al infierno. Comunista y ateo, pecados fabulosos de juventud, pecados mortales, que se han moderado tanto que ya soy de derechas, o sea, socialdemócrata, y empiezo a creer que a lo mejor tengo la oportunidad de otra vida. ¿Para qué? Para hacer lo mismo que en ésta, aunque no voy a caer en el tópico de decir que no me arrepiento de nada.

P. Dicen las lenguas que fuiste un notorio bohemio. ¿De qué vivías?

R. La mayor parte de mi vida, a pesar de mi anarquía galopante, de mi vida profesional. Quiero decir que la he pasado como colaborador de todos los periódicos de Madrid y como funcionario del Ministerio de Cultura. Hice las oposiciones en el 71 ó 72, y pedí una excedencia en 1990. Luego he vivido de los artículos, de las lecturas, de las conferencias, de los jurados de premios y de mis libros. Como dice muy bien el gran Manolo Alcántara, escritor es el que vive de la literatura y además vive bien. Pues eso. Yo vivo de lo que escribo y de mi mujer, que también vive de mí. Gracias a eso, el saltabardales que yo era tiene dos casas, dos hijos, dos carreras y sólo me faltan dos nietos, a los que tampoco echo de menos porque los suplo con los trillizos de un sobrino mío que vive aquí, en Madrid. Hasta mis poesías completas, lo que es un decir, que he titulado Insurgencias y han salido este año en Calambur, tienen dos tomos. Lo de la bohemia está en el olvido o en mis libros, lo que viene a ser más o menos lo mismo.

P. ¿Te sientes como quería Rubén un poeta sentimental, sensible y sensitivo? Y de mucha actividad, según se ve…

R. Sí, por supuesto. En Insurgencias está mi vida aunque también formen parte de ella nueve novelas, tres libros de relatos y unos cuantos de ensayo. Hay también varias centenas de artículos que no sé si se recogerán alguna vez en libro y conferencias muchas, demasiadas, porque si mi actividad es plenamente literaria hay que tener en cuenta que el setenta por ciento de ella se va en actos públicos y eso exige ciertas prisas. Tendría que corregirlas a fondo, pulirlas, darles un orden, y eso lleva tiempo, como los retratos de mis series en publicaciones, en La Estafeta, en República de las Letras, en el dominical de El Independiente… Pero el núcleo fuerte está en la poesía, en Insurgencias, desde El mar es una tarde con campanas hasta A palo seco…

P. ¿No te da miedo unas Completas, a ti tan andaluz…? Y tan autocrítico.

R. Pues, sí, es verdad lo que dices. Yo soy aún joven para unas completas que no lo son en realidad. Se lo dije al editor, que yo quería una antología porque buena parte de mis primeros libros no me gustaban. Pero donde hay patrón no manda marinero y Emilio Torné es un patrón que sabe mucho de las procelas de la poesía. Se le metió en la cabeza que todo o nada y, claro, acepté. Pero, lo que son las cosas, sus argumentos eran sólidos. Un poeta pierde la perspectiva del momento creador, que solapa el momento crítico, y la obra total, si es auténtica, es como un organismo vivo y como un organismo crece con sarampión, con rubeola y con paperas. Y ahora, un libro que yo no quería ni ver, Oveja negra, es el que más me emociona. Este libro tuvo que salir muy deprisa y en circunstancias poco favorables: tuve que quitar poemas esenciales que podían agravar aún más mi estado de prófugo de la justicia y, por contra, meter otros con los que no contaba para una publicación, poemas de ocasión… Ahora todo es más ordenado y como yo lo quería. El primer libro, el de la tarde con campanas, está fresco, es juvenil, auroral, pero auténtico, además, como en su momento dijo Marcos Ricardo Barnatán en Ínsula, rescataba para la poesía española la temática amorosa. Pues, bien, Oveja negra no ronda el malditismo como dijo Umbral, pero inauguraba el canallismo que se amplió en Metaory y que tanto copiaron luego más diestros que yo. Y luego, en Donde da la luz, el poema/eje, "Junto a lo que no muere", en el que desarrollo el tema de la trasmigración de las almas y la metempsícosis que me ha plagiado hasta Sabina. Yo fui marino en Hamburgo, amante de Melibea, amigo de Calixto, capitán de los Tercios, etc. ¿Quién lo había hecho antes en la poesía española? Pues eso, también, me decidió a publicar las completas, y en ellas he visto que no soy un poeta monocorde, sino muy variado. ¿Quién ha abordado en un libro de poemas el asunto de las tres culturas sino yo en Lente de agua?¿Y quién un libro entero dedicado al flamenco tras los antecedentes muy lejanos de Manuel Machado y Lorca? Y creo que sin caer en la mímesis. Y en cuanto a las formas, yo hacía malabarismos con el soneto a los quince años.

P. ¿El soneto da la medida del poeta?

R. No, no, el soneto no da la medida del poeta a no ser que se haga con absoluta originalidad, a no ser que se sea Góngora, Quevedo, Miguel Hernández, Blas de Otero o Carlos Edmundo de Ory. Entonces, sí. Pero el alarde retórico es el principio de la decadencia por no decir la decadencia misma. El corazón, y la cabeza, hace el poema, el artificio hace los versitos. La poesía es lo lejano, lo ausente de buenas a primeras convocado y tan atento que se presenta, la honda palpitación del espíritu, como quería Machado, que está muy por encima del soniquete. Ahora bien: la forma hay que dominarla porque el poema tienen un componente musical en la que ella colabora. Un poema, si es armónico, no va dando tumbos entre versos pares e impares con rimas explosivas internas. El verso libre, y no digamos el blanco, tiene sus reglas y malo para quien las desconozca y además no tenga oído. Ése, a los albañiles, aunque aquí, en la poesía española, tenemos albañiles con el premio nacional de poesía en el palustre.

P. ¿Para cuándo el Nacional de Literatura?

R. ¿Qué por qué no lo he ganado todavía? Algunas razones de peso son el que durante el franquismo había que presentarse y tragar con el remoquete de Premio Nacional José Antonio Primo de Rivera y el hecho de que, después, en la democracia, ése y los otros premios nacionales los llevaba yo, me correspondían su organización interna como Jefe de Sección en el Centro de las Letras Españolas. Imagínate: el que conoce a los jurados de antemano y todos los pormenores en cuestión va y gana el Premio Nacional. Pues, mucha jeta, y yo tendré momentos de indecente, como todo quisque, pero me repatea parecerlo. Gané el Nacional de la Crítica a pesar del García Posada, que no pudo impedir esa vez el que lo ganara jugando en campo contrario. Pero volviendo al Nacional yo no me siento inferior a nadie vivo que lo tenga, es más, me siento por encima de ese premio que, si lo han ganado muy buenos poetas, tiene una nómina que más vale no estar en ella. Yo he estado de jurado en él por lo menos diez veces, y cuánto buscón, pillo, pícaro, quídam y mindundi han conformado más de una vez los miembros que lo conceden…

P. ¿No resulta un poco contradictorio?

R. No, no, no entro en contradicción. Yo nunca he nombrado a los jurados, los jurados los elegían las instituciones y el director general que podía meter a varios. Pero, en fin, lo que son estos premios lo dice no tanto la nómina de sus ganadores como la de los que, por las circunstancias que fueran, voluntaria o involuntariamente, se quedaron en la estacada: Blas de Otero, Celaya, Ricardo Molina, Gil de Biedma, Carlos Edmundo…Al final, quisieron arreglar un poco la cosa y se lo dieron, por ejemplo y burlando las bases, a Claudio Rodríguez, ya con la democracia. Y esto ¿a qué condujo? A que en los demás premios se hiciera más o menos lo mismo, salvo cuando sus miembros eran autoridades difícilmente burlables: Dámaso Alonso, Rosales, Alberti, Gerardo Diego…

P. ¿Quién mete y saca del canon?

R. El canon lo da el tiempo. Mientras tanto, y de manera precaria, los grupitos de amigos, los editorcitos que ni siquiera leen los libros que publican y que tienen a los premios como tetas de las que chupar, los críticos que quieren mostrar su poder por encima de su sentido de la justicia, los antólogos respaldados por editoriales de renombre, los periodistas que pueden influir en las secciones culturales de los medios de comunicación, por lo general también poetas o amigos de tales. Pero, ahora, ha aparecido el vengador que hace rodar cabezas, Internet. Ya no deciden tres críticos conchabados sino que todo el mundo puede opinar.

P. ¿Se puede ver cierto resentimiento…?

R. Yo no respiro por la herida porque siempre he jugado en primera división. No opto a ningún campeonato pero tampoco desciendo. Hago desde hace muchos años, sesenta o setenta bolos al año lo que ya quisieran muchos, publico en buenas editoriales e incluso me puedo permitir el lujo de no presentarme a los premios, lo que no quiere decir que un día no aparezca por la ventanilla de la lotería a cobrar porque me ha obligado la crisis. En cierta ocasión escribí un libro titulado Los premios literarios, ¿cosa nostra?, que no era un libro contra sino sobre los premios y me cubrí las espaldas, claro, diciendo que, como era pobre, en casos necesarios me presentaría a alguno. Lo hice y gané sin tener que pedir ningún favor. Ahora lo que se me apetece es liarme con uno. Ya tengo el título. Y cuando se tiene el título, ya no hay remedio: Los premios literarios, cosa mía. A mí me han birlado mucho dinero por no callarme, por conflictivo, por lenguaraz. En el Planeta, en el Fernando Lara en los que los jurados terminaron diciéndome “tu libro es el mejor” o “tu libro es el mejor escrito pero estos convocan para ganar dinero, no para que nadie se extasíe con buena literatura”. Y es entonces, claro, cuando ya no tienes más que dos caminos: o dejarlo o volverte como ellos. En uno de mis últimos libros de poemas escribo como una rendición “… que ya tengo un precio”. Pero una cosa no se cobra hasta que no se vende y ya veremos cuál es el precio de marras. Ni el de la amistad me convence.

P. ¿Cómo, siendo más que tu amigo, tu “tío”, un poeta muy relevante, se rompió la amistad?

R. Lo de mi rompimiento con Caballero Bonald fue hace mucho tiempo, en el noventa y cuatro o por ahí, o en el noventa y cinco, y, desde luego, no porque me votara o dejara de votarme en el premio de Melilla. Yo he ganado y he perdido, y siempre con elegancia, así que no me iba a pelear con el tío, como él se subtitulaba, por esa miseria propia de Monipodio. Lo que pasó es que me criticó precisamente en Melilla y un amigo común, José Esteban, me lo contó. Le pedí permiso para aclararlo con Bonald y me dijo que esperara unos días. Y, cuando éstos transcurrieron, me lo dio para que le preguntara los porqués a Caballero Bonald. Cruzamos unas cartas y no me di por satisfecho. El asunto era que tal bigardo de nuestras letras no estaba contento con “la política cultural que yo llevaba a cabo en el sur” ¿Que qué política? La creación de la Asociación Andaluza de Críticos Literarios y, sobre todo, la creación de los Premios Andalucía de la Crítica. Bonald, hasta entonces, no tenía más título que el Nacional de la Crítica y la creación de un premio del mismo signo en Andalucía podía devaluarlo. Me dijo, en carta que conservo, que me dedicara a lo mío, la literatura, y me dejara de escaparatismo menor…

P. ¿Qué fue de la llamada “experiencia”?

R. Cuando acepté ser presidente de lo que estaban organizando, hartos del monopolio de los llamados de la experiencia, los escritores andaluces de las demás tendencias poéticas y narrativas, les puse como condición que hicieran pública en los periódicos su propuesta argumentando por qué. Se encontraban en un estado de indefensión tal que no había más remedio que quitarles a unos y darles a otros un poquito de la tarta, no ya repartirla proporcionalmente. Y, claro, estallaron. Al principio todos dijeron que qué hacía un chico como yo en una organización como esa. Y fueron a por mí. Yo era el peligro. Además, de la noche a la mañana, me había vuelto de derechas. Ahora las cosas parecen estar un poco más tranquilas, cosa de la que me alegro. Y, si dejé la presidencia de la asociación, no fue por el acoso a que se me sometió sino porque esos cargos no deben ser para toda la vida aunque Posada piense lo contrario. Él sabrá lo que le renta.

P. Usted no pasa por la vida indiferente. ¿Por qué esa fama?

R. En efecto, soy una persona con muchos amigos y no menos enemigos, pero a estos últimos me los paso por el arco del triunfo. Quiero decir que no les hago ni puto caso porque el odio es algo que no tiene sitio en mí. Sí lo tiene la sátira, la ironía, la lúdica idiomática y, como soy una persona que habla claro y alto, a los hipócritas les concedo unos cuantos segundos, los justos para hacer el chiste sobre ellos. De lo que huyo es de la soberbia y de la falsa modestia y, por supuesto, de esos que quieren ser los primeros del parnaso porque fueron los primeros de la clase, porque tuvieron su ración de gloria en el franquismo y piensan que el momio les tiene que durar toda la vida. Y más que nada, por asepsia, porque tengo que estar preparado y entrenado para cuando me empiece a fallar el coco.

Creo que en este país hay muy poco sentido del humor y mucha irascibilidad. La gente cree que se lo merece todo, pero te cuentan la milonga relativa a que si consiguen algo es sin moverse del sillón donde escriben los versos y un torrente de misivas con los elogios más vergonzantes del mundo a diestro y siniestro. Las relaciones públicas las hacen por correspondencia, como se estudiaba antes cuando se era del campo. Y, desde luego, no hay nada como poder repartir dinero. Vamos, a mí me pagan todos los años dos mil o tres mil euros por estar de jurado en un premio y no es que le dé un premio a fulanito, es que le hago un monumento. O a lo mejor, no, porque soy un poquito caprichoso, y como dice Manolo Ríos Ruiz, que es uno de los poetas más grandes de los que he tratado y una de las mejores personas que he conocido, mi mayor defecto es que no me gusta el dinero. Bueno, pues, de paso, ahí va, ése es uno de mis mejores amigos, o, por lo menos, una de las pocas personas de las que me fío a piñón fijo porque es incapaz de traicionarte, de hacerte la cama o de segarte la hierba en los sitios a los que lo has llevado. Otro ser incorrupto es Carlos Álvarez, incorrupto, o sea, al que no han podido corromper, una auténtica referencia moral, y no porque se proclame mi hermano poético, que ya quisiera yo para mí lo suyo, o Manolo Mantero al que no le hace falta andar por ahí de cazador de recompensas para ser el mejor poeta andaluz vivo…

P. ¿No es mucho jaleo todo esto?

R. Bueno, cada uno dirá lo que quiera, pero yo doy la cara. Hace poco le fueron con un cuento a Juan José Téllez y respondió que yo voy siempre de frente, y ahí puede que esté la clave de tantos frentes como desatiendo. No sé, mira, a lo mejor es que yo no sirvo más que para el primer asalto, o gano por K.O. o tiro la toalla porque me aburro. Todo depende, además, para que yo prosiga el pleito de una cosa de que el contrincante sea un estilista. Y lo aclaro: si acepto este encuentro es porque Cuadernos del Matemático tiene un gran prestigio, pero a otras revistas les dije que no. Y, si quieres, te digo los nombres porque las cartitas proponiéndome el monográfico están en mi archivo. La profesora Rosana Scarano me propuso hacer su tesis doctoral sobre mi obra, y mi pereza dejó escapar la ocasión, y, para no engrosar la lista demasiado, Aureliano Cañadas también la quiso hacer sobre mí y me hice el longui porque Cañadas se merece mucho más. ¿Qué quién recogió la antorcha de la Scarano? Don Luis García Montero. Seguro que la chica salió ganando porque estoy convencido de que Precioso, como le llama un poeta granadino, es mucho más disciplinado que yo, amén de más, mucho más, brillante. Así que, de vanidoso nada. Mi vagancia supera con mucho a mi vanidad. La codicia, y en este contexto, no va conmigo. Yo soy peleón, y lenguaraz si se tercia, y como la injusticia me repatea sólo en la medida en que la falsedad me duele, me quejo de que Soto Vergés no sea lectura en los institutos o de que Carlos Edmundo de Ory, el mejor poeta gaditano desde que murió Alberti, no haya obtenido más premio que el Andalucía de la Crítica. Luego tengo entendido que obtuvo el Luis de Góngora, menos mal.

P. Todos amigos, claro… Y andaluces.

R. Yo no cito a esos poetas porque uno, Manolo Ríos, me haya ayudado siempre, porque Carlos se haya hermanado conmigo voluntariamente, partiendo de él, porque Soto me dedicara su último libro o porque Carlos Edmundo lo hiciera con siete cantos magistrales, sino porque son gente pura, sin dobleces, y claro que no sólo ellos porque tampoco voy a hacer la lista paisana interminable. Mira, uno que no es de Cádiz, Javier Reverte, me dedica su última novela. ¿Saben todos lo que supone que uno de los cuatro o cinco autores más difundidos de España haya escogido a un amigo y que ese amigo sea precisamente yo?

Te juro, querido, que eso de los enemigos irrelevantes es cosa de pobres. O sea, que si los tengo, voy a tener que tocarme el bolsillo a ver si suena o no suena.

P. Usted lo toca todo: poesía, novela, relato, artículo…

R. En efecto, aparte de nueve novelas editadas y de los quince libros de poemas, he escrito y dado al público cinco libros de relatos que, cuando son textos mínimos, pueden parangonarse con el poema. No son lo mismo exactamente: el ritmo, la melodía, las pausas y, sobre todo, los silencios elocuentes del poema exigen unas pautas que el relato puede esquivar. Por otro lado, el relato da la impresión de que tiene un hermano demasiado mayor que le impide consolidarse. Me refiero a la novela. Ten en cuenta que el cuento, viejo como la vida misma, no se consolida hasta finales del siglo XIX, y aún anda por ahí sin muchos asideros, sobre todo comerciales. La nómina de autores es esplendente y no vamos a echar mano de una lista tan larga como la guía telefónica de una ciudad media. Lo importante es el resultado como literatura de calidad y lo sorprendente el hecho de que para el editor sea el hermano molesto de la familia. Incluso si se habla de cuento lo es para el escritor mismo por la serie de frases hechas negativas que se han formado sobre él: “eres un cuentista”, “déjate de cuentos”, “menos cuento”, “no me vengas con cuentos”, etc., etc., etcétera. Por eso preferimos la palabra relato, que viene del latín refere, cosa que se repite, digo yo que de generación en generación en generación. Los autores más avezados, a partir del siglo XVII, le dieron forma literaria a algunos de los más célebres. Me refiero a Perrault, a los hermanos Grimm, Andersen y otros, y me refiero a Caperucita, Blancanieves, Pulgarcito, El soldadito de plomo… Pero, relato o cuento, está claro que la sinonimia campa por sus fueros y uno u otro término se confunden o alternan en boca de todos.

P. ¿Me puede decir qué es un cuento?

R. La definición de cuento o relato resulta difícil y sólo cobramos idea cabal de su distinción si se recurre al ingenio comparándolo con los otros dos géneros de más prestigio: la novela y la poesía. Aceptado el truco retórico, se puede decir que la novela es café con leche y azúcar, el cuento café con leche y la poesía café solo puro, sin mezcla alguna. Más brillante me parece la comparativa de Fernando Quiñones: güisqui con agua y hielo, güisqui con hielo y güisqui solo respectivamente.

Yo los he hecho con todas esas fórmulas porque mis novelas son más que cuentos con doscientos o trescientos folios en cuanto a que les doy la solución final en la última línea y el grado de exigencia expresiva es muy alto, de un barroco que se va aligerando con la edad pero en el que las oraciones subordinadas son imperio, como el aparato metafórico y la adjetivación presuntamente insólita.. Hombre, para no marear demasiado echo mano de la imaginación constante, la caracterización psicológica interesante del héroe y demás personajes y de una serie de estampas-imagen que no perturben el desarrollo de la acción. Grosso modo. Así me saco la espina de que el pregonado “género de gigante” que es la novela se modestice un poco o haga recordar que el cuento tiene también su importancia. Machado no anduvo lejos de su definición cuando dijo en verso, claro que “canto y cuento es la poesía. / Se canta una viva historia/ contando su melodía”. La clasificación de este tipo de mensaje es lo de menos. Que sea de situación, de concentración o de combinación es receta de profesores. Lo que importa es saber que el gigantismo que prefiere el lector común actual con las novelas ríos, por no llamarlas desiertos, es prueba de su mal gusto y tenemos que hacerle ver que en el volumen no reposa la calidad, que siempre es preferible el cesto de grano al carro de paja, que el diamante está por encima del camión de carbón o que el tarro de las esencias por encima del garrafón con metílico. Para bulto, los tochos que nos cuelan y para compañía sin trampas las joyas inmarcesibles llamadas Pedro Páramo o Crónica de una muerte anunciada, que son como cuentos largos o novelas cortas que cumplen los requisitos de uno y otro género. La poesía anda por ahí oportunamente metida, goteando, pero la poesía como género es la reina, la princesa a la que no hay que requerir porque es tan bella como caprichosa y sólo acude cuando le da la gana.

P. ¿Diferencia a la hora de cambiar de género?

R. La novela se escribe y la poesía te escribe. La primera se saca del atolladero, si es necesario, con oficio; la poesía no acepta devaneos y sólo se debe asediar cuando llega besucona. Lo demás es perder el tiempo. Si no hay eso tan denostado que se llama inspiración, malo. Inspiración o estado especial, de gracia, si se quiere. Y la verdad es que no hay mucho más que decir…

P. ¿Cuál es su concepción personal de la novela y de la poesía?

R. Vamos por partes. Mi concepción de la novela es bastante tradicional. Grosso modo soy un heredero del realismo y de su polizón, la picaresca. Sobre esa ambivalencia fusionada o esos dos imanes funciona lo que hago: un territorio, pocos personajes bien delineados, un buen fraseo y un final sorpresivo, ya lo he dicho. Por supuesto que todas las aportaciones de la novela lírica —Hermann Hesse, Andrè Gide y Virginia Wolf— con su golpe de tradiciones asumidas: desde lo ya dicho de la picaresca, el bildunsgroman y el relato de corriente mental. La técnica es bien sencilla y no muy allá del realismo como método estético, o mejor del realismo mágico. En cuanto a los personajes, ya es lugar común que recibiendo experiencias y remodelándolas como arte el héroe diseña su propio autorretrato. Pero, ojo, el que yo sea un hijo o un nieto del romanticismo que anticipa Cervantes, quiere decir precisamente que consagra la crisis de fin-de-siglo, la ratificación de que la visión narrada de la realidad no tiene por qué ser obligadamente ni lineal ni lógica, porque en el hombre del siglo XIX —y si lo dicho hasta ahora es de manual, esto ya es una perogrullada— se puede constatar que la inteligencia no es la única vía para el conocimiento y que una dosis adecuada de irracionalismo rescata un instrumento de comprensión, el sentimiento, a la altura, por lo menos, de la razón. El surrealismo ha “emposado” en nosotros de tal manera que ahora mismo no se concibe el arte sin alguna de sus aportaciones.

P. ¿Y el humor?

R. El humor en mi narrativa es un recurso tan constante que cualquier crítico de plantilla puede considerar inoperante su, por repetitiva, reiterada presencia. Me da lo mismo, y quien tanto me ha dado, Goethe, no me regala más de lo que su habitual talento le hace decir cuando dice que puede resultar aburrida incluso una sucesión de días hermosos. Los días hermosos, por supuesto, pero no los divertidos. En un pasaje de Sangrefría —pregunta por tal novela y el vendedor en cuestión te responderá sin dudarlo y estúpidamente profesionalizado que claro, de Truman Capote— el banderillero hambriento le propone al maestro rácano parar a comer algo que lo salve del desfallecimiento tras quinientos kilómetros de carretera: “Muy bien –acepta el diestro-, cerca de aquí hay una venta y nos vamos a comer dos ensaladitas simpáticas”. La contrapropuesta del banderillero tópicamente genial desata la carcajada inmediata de sus compañeros de plata: “Maestro, ¿y por qué en vez de dos ensaladitas simpáticas no nos comemos tres pollitos antipáticos?”.

P. ¿Y la ironía?

R. La ironía es una manera de humor. El que Enrique Heine diga que los sabios emiten ideas nuevas y los necios las extienden, pulsa la tecla de una ironía que Valèry —o Gautier o Dumas o Balzac, pues se copiaban entre ellos— convierte en humor puro, nada rancio: “El primero que escribió tus dientes de perlas era un genio, el segundo, un imbécil”. Hay que buscar la originalidad, por tanto, no como algo que no se nutra de los demás, sino de todo lo contrario digerido. El citado Valèry hacía diana al decir que el león está hecho de cordero asimilado. Más bien, digo yo, de gacela. No creo que la naturaleza como género del cordero se arriesgue por ciertos territorios más que peligrosos. Para original, el pecado idea, tan viejo como el mundo pero atizado por la pícara Eva.

El humor que no falte; la osadía que lo parezca, y mucha imaginación como bisiesto de la realidad. Al fin y al cabo lo que hacemos es modificarla. Entiéndaseme bien: no se puede decir “dadme un punto de apoyo y moveré la tierra” porque eso ya lo dijo quien lo dijo, Arquímedes, creo, sino, a partir de lo sabido, lo que un personaje dipsómano de El Betis, la marcha verde: “Dadme un punto de apoyo… y me beberé Domecq”.

Imaginación, como consecuencia, antípoda de la imitación, la forma de adulación más indiscreta.

En mi narrativa, como en mi poesía, está siempre el Sur, Andalucía, y algo de Madrid porque son los lugares donde he amado y sufrido, los lugares donde de verdad aprendí que dos y dos son cuatro pero que cuando el hambre y el sexo aprietan pueden ser cinco. Sin obsesionarse. Porque la pesadez es lo único que no perdona el lector. Ahora bien, una cosa es lo barroco y otra lo plúmbeo. Lo brillante da luz, aunque pueda cegar el exceso; lo oscuro, plomo, y eso puede mover costillas y meninges.

En literatura hay que exigirse vocabulario rico acorde con una idea constructiva, y no necesariamente en sentido moral, aunque el lector cargue, para su balance final positivo, con la apenas dura cruz de las subordinadas. Benditas sean si iluminan y, sobre todo, si no agreden con metáforas de complemento directo a lo Caballero Bonald, cutrez que ya no practican, salvo él, ni los peores acólitos de la beatería lorquiana.

Bueno, ya he dicho más cosas de la cuenta y no todas encajadas en la ortodoxia. Cosas, creo, para el debate por aparentemente contradictorias. Pero la ficción lírica no está hipotecada por formas narrativas como el diario, el monólogo interior o el flujo de conciencia que, como es sabido, proyectan el contenido de las mentes de los hombres. Porque, como ya he sugerido, la forma más influyente de la novela lírica ha sido perfilada por la picaresca, insisto, el romance de episodio y la indagación alegórica. Ojo, no se trata de ningún poema, sino que las aventuras del héroe tornan en un friso de escenas que proyectan la naturaleza de la peripecia del protagonista y la representan simbólicamente. La progresión requerida por el género narrativo se convierte en una progresión lírica producida por la elaboración de cuadros y escenas. Más o menos, porque tampoco se trata de sentar cátedra, sobre todo teniendo en cuenta que esto no me lo he inventado yo sino que en ello coinciden los teóricos de la novela más avanzados.

P. ¿… Y la poesía?

R. A pesar de la gente que pululaba conmigo por los muchos negocios de la familia, a pesar de aquel abigarramiento, siempre sentí frío. Frío de no sé qué, falta de calor familiar tal vez, o acaso un frío más universal, un frío cardinal, huérfano, la soledad conmigo, un adelanto de la nada, de la gran nada sartreana, y era como un monarca, como un pequeño rey mendigo sobre las ruinas de aquella carencia de cordialidad. Supongo que la poesía fue el clavo ardiendo y, cuando me introduje en ella, sentí el típico desconsuelo que alivia extrañamente. Partamos de la base de que la poesía, como escribió mi maestro Rosales, no se explica, se siente y basta. La poesía es la medicina del diablo y, seguramente por eso, un pastor, un religioso como William Blake. Aseveró que todo poeta verdadero, por fuerza, se tiene que sentir de parte del diablo. La poesía es el único mundo separado que existe dentro del mundo. Desde esa premisa, Dios no lo gobierna, y como se le ha escapado de las manos lo castiga, en la medida que puede, con la ambigüedad. De la que brota la paradoja, ese encuentro de contrarios que nos sitúa en un universo mágico regido por la ausencia. Ausencia de métodos, de ciclos, y ausencia de algo que existe y no vemos, de algo intangible que de buenas a primeras se hace tangible, de algo que nace cuando ya ha cumplido cientos de siglos. De ahí que, al mezclarse con nosotros, se escuche el eco de una lengua ignota. Amiel decía en ese rastro que la poesía es siempre lo lejano y no recuerdo quién que el hombre es un ser de lejanías. Hebbel, el gran autor de Judith, el gran dramaturgo alemán, pone la carne de gallina cuando nos abre los ojos para que veamos lo evidente nublado: “En presencia de un gran poeta se tiene la sensación de que viniesen a la luz cosas que habían permanecido hasta entonces escondidas en el caos”. Pero para aterrizar en esa dimensión hay que estudiar, hay que saber —y aquí vuelvo a mi rosalismo— lo que es un poema y cómo se llega hasta él en sucesivas etapas: haciendo buenos versos, buenos poemas y buena poesía. Sí, ya sé que difiere en algo, que faltará más, del maestro pero como difiero de él en lo esencial, en el tono y, a medida que envejezco en lo que siempre procuré que me alejara de su terrible imán retórico, de lo que es la gran ventosa de su poesía y la ventosa de todo gran poeta, el tono.

P. ¿Y los temas?

R. No, el que dice “fulanito ha copiado a menganito porque, como éste, ha escrito sobre la soledad, la alegría o la España cañí, es un imbécil que no se ha enterado aún de que los temas son universales que personaliza el poeta de talento aplicándole su tono característico. Julio Mariscal escribe sobre lo mismo que Bécquer o Garcilaso, el amor, y ¿se parece en algo a ellos? ¿Habría que tirar en el estercolero del olvido a la elegía porque Jorge Manrique escribiera aquellas coplas geniales? ¿qué hubiera sido entonces de Sánchez Mejía, un torero que siendo bueno no era precisamente Juan Belmonte? Porque Rosales no dice que en la tercera fase “lo que hay que hacer es buena poesía” sino que “esos poemas sean personales, parezcan míos”. Un cuerpo vivo que además tiene que tener una historia, y, a veces, la historia propia que se funde con la del lugar de nacimiento, en mi caso Andalucía. Yo lo vi pronto, Andalucía —ahí está en El mar es una tarde con campanas-, el que venga detrás que arree. Y luego la lleve a su belleza y a la situación de semiesclavitud de su gente en Metaory o Donde da la luz, y a su esplendor en la convergencia de las tres culturas, no solamente la musulmana, con García Gómez de guía, en Lente de agua, una instantánea fabulosa en la inmensa historia del mundo.

Por otro lado, y mucho antes de conocer personalmente al maestro, procuré que todos mis libros fueran un solo poema, fraccionado, por supuesto, para que el lector no se cansara, de un único asunto. Esto, ya lo sé, es muy rosaliano, pero tampoco lo inventó él. Él, en todo caso, le añadió grandeza. Y, obviamente, lo de la poesía total: todos los géneros combinando con una fuerte base lírica.

Estamos en el árbol de la tradición, al que se aporta, o no, personalidad y sustancia dejando por sentado que no hay poema sin oficio como no hay poesía sin temblor artístico. Eso a lo que otros llaman abismo, vamos. El hombre es superior al cernícalo pero tiene que hacer sus versos como la abeja sus panales. Oficio, sustancia y aguijón.

P. ¿Qué libros señalarías como fundamentales en tu vocación?

R. Como he dicho ya, mi familia de Arcos se desempeñaba en un buen número de negocios variopintos en los que teníamos que meter el cuello incluso los niños en vía de adolescencia. Entre ellos una fonda por la que pasaba todo tipo de personas, desde los más anodinos a los más estrafalarios e igualmente una no despreciable variedad de grupos profesionales entre los que destacaban las compañías de comedias y los cantaores que actuaban en nuestro teatro. En pueblo tan pintoresco y arriscado, objetivo turístico de gente tan singular como Eugenio Nöel o Jean Cocteau, había florecido el interés por las Letras y un grupo de poetas en ciernes se unió a la visita de las celebridades para que a más de uno, que íbamos irrefrenablemente para tornero o perito agrícola, nos entrara el gusanillo de dedicarnos a cosas menos productivas. En mi caso colaboró de forma ya compulsiva el libro de poemas que, a toda prisa, se dejó en su cuarto, junto con otras pertenencias, un pintor que no pudo pagar la pensión y tomó las de Villadiego ante el disgusto de mi abuela: El romancero gitano. Y en él me empleé hasta el punto de que el resto de mis empleos –taquillero en el cine, mozo en el comedor de la fonda, dependiente en el bar, ocasional bracero en Moras Gordas, la viña o vigilante en los billares o futbolines- fueron desdeñados ante el escándalo familiar por quien ya sólo soñaba con ser Antonio Torres Heredia, hijo y nieto de Camborios. Me lo aprendí de memoria y de rezar todas las noches, hasta que me quedaba dormido, veinte avemarías y diez padrenuestros, pasé a recitar toda aquella ristra de octosílabos hasta que me rendía soñando. Ese fue mi desbravamiento literario, mi noviazgo duradero que sólo rompí cuando deserté hacia la narrativa porque me golpeó una página de una novela que aún releo para ponerme en forma cada vez que decido iniciar una mía: Robinson Crusoe. Llegó a mis manos ya de estudiante, cuando mi familia comprendió a duras penas que no había nacido para los negocios. Y navegué en soledad por los mares del sur en otra larga travesía acaso porque la adolescencia es ese período de la vida en el que no queremos más interlocutor que nuestra fantasía y lo que converge en ella. Aquel libro fue el cepo más celoso de su función carcelaria, y utilizo el vocablo cepo porque ciertas monsergas de Defoe no me son del todo simpáticas y, sobre todo, las que afectan a mi patriotismo, ya bastante limado en su rudeza de juventud: no era posible que los españoles, sin excepción, fuéramos tan sombríos y ladrones habiendo nacido a un paso de los portugueses, y habiendo comulgado con sus mismas ruedas católicas de molino, tan nobles ellos y honrados como cuando aparecen en la novela representados por el hidalgo sin mácula. Lo absurdo, sin embargo, no quita lo reverente, y no hace más de dos meses que he vuelto a ser náufrago, barbudo y solitario hasta la aparición de Viernes, otro de mis héroes favoritos en dura competencia con el doctor Rieux camusiano, igualmente heroico, pero ya de otra pasta menos legendaria. Digo menos porque en La peste la heroicidad se convierte en amor a la profanación o al deber.

No deja de ser curiosa mi elección —o mi paso de una novela de aventuras a otra de orden existencialista— pero el asombro queda despejado cuando se advierte que, en la cuestión de fondo, de lo que se trata es de dos encarcelamientos, el de un individuo y el de una ciudad, Orán, símbolo tras del que se ve el reciente encarcelamiento de gran parte de Francia a merced de las tropas alemanas.

No sé si esto lo he descubierto en las relecturas o me alumbró desde que me bebí, como un veneno energético, la novela. Me inclino más por la primera posibilidad y no sabría decir si porque con ello quiero proclamar lo que más valor le da a una obra: la moneda de oro que entrega cada vez que abordamos su galeón de sueños.

La prosopopeya que acabo de enjaretar es muy posible que haya exigido sitio porque otras de mis novelas favoritas vive el vuelo de velas y jarcias: La isla del tesoro. Como la acción está narrada por un chico, Jim Hawkins, hijo de una mesonera –la dueña de la posada Almirante Benbow y yo también fui hijo de hospederos, supongo que me enganchó, en primer lugar, la solidaridad de gremio, y en segundo el hecho de que ya estaba enamorado de la literatura anglosajona –y aquel aire fresco del siglo XVIII sumó a la precisión de ideas el viento que impulsa el barco por las procelas de la creación personal. El secreto de aquel impulso mío es que Stevenson hechiza al lector, y el que lo siga leyendo con la misma pasión de ayer es porque vale lo mismo para quien va a iniciarse en la literatura que para los lectores avezados, quizás por la velocidad de su escritura, por la experta conducción de la trama y por los personajes encantadores, incluso los negativos como en el caso de John Silver.

Como me mandas hacer un soneto de cinco versos inacabables y me queda uno solo por dibujar, la cosa se pone himalaya, es decir, cuesta arriba. Pero no quiero pasar por encima de un grupo de escritores –los de la generación perdida americana- que tanto me enseñó. Es cierto que no más que la novela rusa del XIX, los simbolistas franceses, el eje literario que va de Viena a Praga con Rilke y Kafka a la cabeza o los grandes escritores del Corriere della Sera, pero, parafraseando a Machado, entre los narradores míos Hemingway tiene un altar, y en su centro mismo una novela prodigiosa, El viejo y el mar, síntesis de su actividad creadora, mezcla de épica y lírica, encrucijada para la novela corta o larga, el relato breve y la poesía. Yo, con bastante menos fortuna, me metí por todos esos caminos, y a lo mejor ha sido por la influencia en mi obra de ésa que, sin argumento, nos lleva al desenlace del estupor de la ternura.

Es curioso, pero no baladí, que entre cinco obras haya elegido tres en las que el mar es el supremo protagonista. Acaso haya que atribuirlo a que me pasé dos años en la Marina del franquismo, marcando blanco, lepanto y tafetán apenas porque mi destino inmediato el de la Brigada de Trabajo del Arsenal de la Carraca –una isla maldita- en donde pude hacerme hermano coyuntural de los mayores bribones de España. Y, por supuesto, a que durante los dos años que me tuvieron encarcelado pude releer los libros que he distinguido. No hay mal que por bien no venga. Y casi le tengo a Franco un secretísimo agradecimiento de raro y enconado amigo.

P. ¿Y qué autores?

R. Como la pregunta se refiere, y perdona la broma, a ponerle nombre a todas las playas y a todos sus granos de arena, no lo sé. ¿Poetas, ensayistas, cuentistas, novelistas, dramaturgos…? Pues, ante la imposibilidad, refirámonos sólo a los poetas españoles clásicos, señalándole un límite temporal cercano a los destacados durante la primera mitad del siglo XX. Bien, primero los del siglo XVII, sin olvidar algunos precedentes como Jorge Manrique y los místicos. El fundador Góngora, en el que ya se apuntan rasgos simbolistas e incluso surrealistas, al igual que después en Quevedo. Lope de Vega, que es quien más me ha enseñado desde el punto de vista del oficio junto con Rafael Alberti. Por lo pronto esos tres, aunque hay algunos geniales con un poema sólo (La epístola moral a Fabio), como Fernández de Andrada. Hay un grupo de poetas andaluces de segunda división, o considerados así, que también me interesa: Jáuregui, Rioja, Gutierre de Cetina, Rodrigo Caro…, y ya ni quito ni pongo hasta el XIX, en el que manda Bécquer. Con Bécquer hemos empezado a caminar todos, con Bécquer y con quienes le marcaron el camino: Heine, Novalis, Hölderlin, que al mismo tiempo lo marcó luego a lo mejor de la poesía española moderna con Juan Ramón Jiménez al frente. Podrán decir que ya estamos con la supremacía andaluza y tal, pero en ese periodo quien manda, manda, y de Despeñaperros para abajo se torea. No voy a negar que soy un poco chauvinista, pero puedo jurar también que en gustos poéticos soy igualmente ecléctico, lo que se demuestra con mi admiración tanto por Antonio Machado como por Unamuno, aunque a éste no le hubiera venido mal un toque de oreja. Ahora bien, ya no es cuestión de patriotismo liliputiense, sino de evidencias: aparte de los Machado y Juan Ramón, la herencia está en Lorca, que es el genio; en Cernuda, que es el gran poeta; en Alberti, que es el artista y en el olvidado Vicente Aleixandre, que es el poeta total. Eso en lo que respecta al 27, porque luego hay que hablar de valores seguros cuando se trata de Miguel Hernández y de Luis Rosales, de Blas de Otero, José Hierro, José Luis Hidalgo… y para mí, por supuesto, de Montesinos.

Claro que, si “ingenio sublime nunca creó gusto ratero”, “esto que digo gustará si los que atienden, quieren”. Pero, por supuesto que sin subjetividad, el arte no es más que una solemne locura.

P. ¿Y los poetas del 50 que usted estudió y antologó?

R. Aunque sea tirar piedras contra mi tejado, puesto que fui uno de sus mayores difusores, los poetas del 50 no han pasado el Rubicón. No lo han pasado colectivamente y el año en que yo saco mi antología, que es el de su mayor popularidad, es el que precisamente marca el comienzo de su decadencia. Lo que ocurre es que a partir de entonces es cuando son leídos, pero ninguno de los que Hortelano o yo antologamos supera sus libros anteriores. Ni siquiera Claudio, que toca techo con Alianza y Condena. Eladio y Sahagún dejan de escribir y los que distingue Hortelano caen en barranca. Curiosamente los que van para arriba son los que entonces no antologamos porque o bien no existían, caso de Gamoneda o Corredor Matheos, o eran los actores secundarios de la promoción. Secundarios para buena parte de la crítica de periódico, no para mí ya que Mantero, Quiñones, Soto Vergés, sí han crecido luego. Incluso algunos que otros que a mí se me escaparon, pongamos Rafael Guillén o María Victoria Atencia. Hay casos clamantes como los de Pilar Paz o Manuel Alcántara que también, siendo en su momento insustituibles, se abandonaron después y sobre el concreto de la gaditana se puede decir que reapareció tarde. Alcántara, nuestro mejor articulista, jugó también esa opción pero desgraciadamente no ha enriquecido su obra poética porque hace tiempo que tiró la toalla. Así que el colectivo, y a pesar de los esfuerzos de ciertos críticos epigonales, se ha quedado en un quiero y no puedo en algunos libros. ¿Qué se le va a hacer? Menos da una piedra. Por eso, cuando Endymion me pidió reeditar La Poética del 50: una promoción desheredada, dije que bien, pero a condición de no actualizarla. Unos dejaron de publicar, otros repitieron y siguen repitiendo sus primeros libros y la mayoría de ellos no tiene nada que decir o bien porque han fallecido o porque poéticamente hablando están muertos.

P. ¿Y ahora…?

R. Ahora creo que ya nos hemos pasado de la raya, del tiempo y del espacio. Podría decir nombres de poetas que me gustan, pero me olvidaría de algunos que seguro que me gustan más o igual. Y ya que me he peleado con el pasado no quiero que el futuro se pelee conmigo.