martes, 21 de julio de 2009

Reseña: Diccionario de dudas


EL CIERVO, Revista mensual de pensamiento y cultura


En una de las entradas de su Diccionario de dudas, José María Cumbreño (1972) explica que “En un diccionario, las palabras no deberían estar dispuestas por orden alfabético. / Ni las definiciones habrían de corresponderse con el término definido”. Preceptos que el autor cumple literalmente –“pecera: Problema filosófico en el que se encierra al pez” aparece antes que “himno: Música que se toma demasiado en serio a sí misma” y que “misántropo: Humanista”; términos todos ellos que se definen mediante otras correspondencias. La definición léxica de carácter imaginativo guarda parentesco con los aforismos; comparten el gusto por la brevedad, por la intensidad conceptual y la sorpresa. Como subgénero aforístico, probablemente sea una invención de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), que la incorporó a la esencia misma de las greguerías. No es proclive Cumbreño, sin embargo, a su efervescencia humorística, y aun los textos que más las recuerdan –“cáliz: Misticismo del vaso” o “el equilibrista: piensa en línea recta”– poseen una ironía en tonos mate, nada efectista. Sí evoca este libro otro imprescindible autor de breverías, Rafael Pérez Estrada (1934-2000), cuya lectura emergía muy presente en un título anterior, De los espacios cerrados (2006), y ahora su magisterio late perfectamente absorbido.


Este pensar un diccionario sin los rasgos que le son inherentes (orden, definiciones) es emblema también de la escritura de Cumbreño, que busca alterar la perspectiva convencional desde la que se usa el lenguaje. En una entrada titulada “la ley del talión”, se lee: “Ojalá me pagaras con la misma moneda. / Ojalá”. El poema “ítaca” es la descripción de un viaje en patera: “Al principio te duelen los huesos. Luego ya no sientes nada. / Decían que en España todo el mundo tiene coche y televisión. / Eso decían”. En las entradas a este singular diccionario prima la voluntad de usar las palabras y de describir el mundo desde un punto de vista infrecuente. Se trata de poner al descubierto las propiedades que la visión de los objetos oculta: “El cristal empañado no deja ver nada. / A cambio, permite escribir sobre él”. Y este camino desemboca, con frecuencia, tal como había enseñado Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) y la aforística clásica, en la paradoja. Algunas del Diccionario de dudas no desmerecen en esta tradición: “Solamente el que no ve puede mirar el sol”.


Tampoco es un diccionario al uso porque exige una lectura lineal, no la mera consulta, para acceder a sus virtudes menos evidentes. Las entradas de este diccionario trenzan no uno, sino varios argumentos, que se van siguiendo en el orden disperso de las anotaciones. Hay en primer lugar implícitos varios tratados: uno sobre el juego de la verdad y la mentira (“Idéntico esfuerzo hay que hacer tanto para mentir constantemente como para decir siempre la verdad”), otro sobre la visión –mirar y ver son dos verbos de uso y meditación constantes en el libro– y un tercero sobre la retórica, con incursiones a la poética (“escribir: Enhebrar una aguja con los ojos cerrados”) y a la gramática –la casuística amorosa que elabora a partir del uso de los distintos tipos de “punto” resulta ejemplar. Estos son los argumentos de carácter intelectual, pero a través de los textos se pueden seguir también las relaciones de una pareja cuando discute, una preciosa historia de amor y otra de abandono, y aquí y allá aparecen los poemas que un padre le escribe al hijo. Estos auténticos relatos elípticos se basan en pequeñas referencias engastadas, escondidas, que van conjugándose en la memoria del lector, que lee como si usara un calidoscopio en lugar de gafas.


José Ángel Cilleruelo


http://www.elciervo.es/html/default.asp?area=libros&libro=233

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