jueves, 12 de marzo de 2009

Novedad: Arde el monte de noche


Arde el monte de noche
Juan Tomás Ávila Laurel

Calambur Narrativa, 41
Madrid, 2009.
236 páginas
ISBN: 978-84-8359-127-7
15,00 euros (con IVA)

Escritor prolífico y polifacético, JUAN TOMÁS AVILA LAUREL ha abordado con constatada calidad todos los géneros literarios, en los que ha publicado obras merecedoras de varios premios nacionales e internacionales.

Entre sus obras destacan la novela La carga (1999); El desmayo de Judas (2001), libro por el que recibió el Tercer Premio de Narrativa del xxxv Certamen Internacional Odón Betanzos Palacios que organiza el Círculo de Poetas y Escritores de Nueva York; el poemario Historia Íntima de la Humanidad, (1999), merecedor de una mención honorífica en la misma edición del antes mencionado certamen.

La presente novela, Arde el monte de noche, sigue a la reciente publicación de Ladrón de cerdos, avión de ricos (2008), y representa la confirmación de la paulatina presencia de la literatura guineana en el panorama literario español.

Ávila Laurel se consolida como un exitoso conferenciante a nivel internacional tras haber visitado varias universidades extranjeras en los últimos años, entre ellas la Rutgers University, Missouri-Columbia y Bates College (Estados Unidos), la de Zurich (Suiza) o la de Seúl (Corea del Sur). Además, en 2003 fue nombrado Joseph Astman Distinguished Faculty Lecturer en la Universidad de Hofstra (Nueva York).


Isla, frontera, literatura

Las fronteras (políticas, culturales, literarias) son espacios tan complicados de habitar como propicios para la fabulación. Y si encima son islas, y comunican con mares insondables, que hierven extrañamente (como hierven o hervían los mares de esta novela) de peces sin número y de calamares que acababan varados en la playa, pues mejor que mejor. Para los que nos alimentamos de fabulaciones (sin despreciar los peces ni los calamares) por lo menos.
Las fronteras han sido, desde la antigüedad, escenarios privilegiados de la épica (y del relato de aventuras, que no se sabe muy bien si es hermano o si es hijo de la épica), geografías permeables (demasiado permeables) para la tragedia, rutas sobre las que insisten, una y otra vez, los libros de viajes. En la literatura de hoy, las fronteras pueden ser también escenarios naturales de la introspección psicológica, de la etnografía literaria, del memorialismo que pone un pie en el recuerdo y otro en el sueño.
La remota (según desde donde se mire, claro) isla de Annobón, una especie de volcán selvático perdido en el Atlántico, es el finis terrae más ignoto, acaso el más misterioso también, del mundo que se expresa en español. No con exclusividad, claro, pues, si hemos de hablar con justicia, la lengua legítima de Annobón es el annobonés, y el español no deja de ser una segunda lengua: un idioma, eso sí, umbilical, que comunica con otros mundos, según nos vienen a demostrar las páginas, en un español bien timbrado y original, de esta hermosa novela annobonesa.
En las selvas y playas de Annobón, desde cuyas alturas no pueden contemplarse otros horizontes que los del infinito y fronterizo mar, hunden sus raíces la familia y la cultura de Juan Tomás Ávila Laurel, por más que él naciese ya en Malabo, la capital de otra isla mucho más poblada y mucho menos periférica. De aquellas selvas y de aquellas playas de Annobón nace también, por supuesto, la literatura de Juan Tomás, que es una literatura que reúne los ingredientes típicos del relato de frontera: un poco de épica, algo de tragedia, la sinceridad descriptiva de un memorialismo que tiene mucho de biográfico y no poco de etnográfico. Y, planeando por encima de todo, la conciencia (profundísimamente arraigada en el ideario del autor) de cumplir la función de habitante, testigo y cronista de un margen (geográfico, lingüístico, cultural) desde el que se contempla muy lejano el centro, y muy cercano el abismal azul.

Juan Tomás Ávila Laurel ha ido articulando en la ya larga cadena de sus prosas anteriores, y alcanzando una cota que supera a las demás en esta novela, una obra literaria hecha de brisas periféricas, de angustias isleñas, de lirismos entreverados de oscuras tragedias. A él le ha correspondido ser el cronista trasterrado de Annobón, como Derek Walcott (Nobel en 1992) lo es de Santa Lucía, como Seamus Heaney (Nobel en 1995) lo es de Irlanda, como V. S. Naipaul (Nobel en 2001) lo es de Trinidad, como la inspirada Edwidge Danticat lo es de Haití. O como el delicadísimo poeta Jean-Joseph Rabearivelo lo fue, a comienzos del siglo xx, de Madagascar, o como el inmenso, incalculable narrador (grande entre los más grandes) Pramoedya Ananta Toer lo fue, hasta que murió en 2006, de Java y de Indonesia.
A todas esas exóticas mitologías literarias isleñas, que parecen estar construidas sobre personalidades enormemente acusadas, y sobre obras y títulos de calidades insólitas, que han sido capaces de conquistar el centro del prestigio literario (el canon cuyo trono es el Nobel) desde islas que se hallan en el espacio liminal que queda entre el mar y la nada, es preciso sumar desde ahora la isla de Annobón medio evocada y medio soñada, en su personalísimo español, por el autor de Arde el monte de noche.
Isla ardiente en medio del mar de Atlante, jalón inesperado en los varios océanos de la literatura moderna en lengua española, minúscula pero intensa Ítaca de la que han salido, al asalto de muchas Troyas dispersas en el nunca agotado mundo de las lecturas y de los lectores, estas palabras encantadoras y odiseicas.


José Manuel Pedrosa
Universidad de Alcalá de Henares
(“Introducción” de la presente edición)

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